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                          La toma del reducto - Próspero Mérimée



                          Un militar amigo mío, muerto de fiebre en Grecia hace unos años, me narró un día la primera acción de guerra en que tomó parte. Su relato me interesó en grado tal que lo reproduje de memoria, en cuanto tuve oportunidad para ello. Helo aquí:
                          -Me incorporé a mi regimiento el 4 de septiembre por la tarde. Di con el coronel en el cuerpo de guardia: en el primer momento me recibió con cierta hosquedad; pero después de leer la carta de presentación que me había dado el general B., cambió de modales y me dirigió algunas palabras corteses.
                          Fui presentado por él a mi capitán en el mismo instante en que este último volvía de un reconocimiento. El capitán, a quien no tuve en verdad tiempo de conocer, era un hombre alto, moreno, de fisonomía dura y repulsiva. De soldado raso había ido ganando galones y la cruz en los diversos campos de batalla. La voz, ronca y débil, contrastaba singularmente con su estatura casi gigantesca. Me dijeron que le había quedado esa voz rara después de que un balazo lo atravesara de parte a parte en la batalla de Jena.
                          Al enterarse de que yo venía de la escuela de Fontainebleau, torció el gesto y dijo:
                          -Mi teniente murió ayer.
                          Comprendí que quería decir: «Usted es quien ha de reemplazarlo y no tiene capacidad para ello». Un comentario burlón asomó a mis labios; pero me contuve.
                          La luna se alzó por detrás del reducto de Cheverino, situado a dos tiros de cañón de nuestro vivac. Era una luna grande y roja, como se presenta siempre al levantarse. Pero esa tarde me pareció de dimensiones extraordinarias. Por un momento, el reducto se destacó, negro, en el disco brillante de la luna. Parecía el cono de un volcán en el instante en que se produce la erupción.
                          Un viejo soldado junto al que me encontraba advirtió el color de la luna.
                          -¡Está muy roja -dijo-, eso es señal que ha de costar mucho el famoso reducto!
                          Siempre he sido supersticioso, y semejante augurio, en un momento tal, sobre todo, me impresionó. Me acosté, pero no pude dormir. Me levanté y caminé algún tiempo, observando la inmensa línea de fuego que cubría las alturas más allá de la aldea de Cheverino.
                          Cuando supuse que el aire fresco y vivo de la noche me hubiera calmado el ardor de la sangre, me volví junto a la lumbre, me arrebujé cuidadosamente en la capa y entorné los párpados pensando no tener que abrirlos hasta el amanecer. Pero el sueño me fue esquivo. Insensiblemente mis imaginaciones iban tomando un tinte lúgubre. Me decía que no contaba con un solo amigo entre los cien mil hombres que cubrían esa estepa. Si cayera herido, habría de ir a un hospital donde sería tratado sin mimos por ignorantes cirujanos. Lo que había oído referir de las operaciones de emergencia me volvía vivamente a la memoria. El corazón me latía con violencia, y, como movido por instintiva precaución, corría el pañuelo y la cartera, a modo de coraza, sobre el pecho. La fatiga me agobiaba; me adormecía a ratos, pero al instante alguna idea siniestra rebullía en mi mente y me despertaba sobresaltado.
                          No obstante, el cansancio venció y cuando tocaron diana dormía yo profundamente. Nos colocamos en línea de batalla; se pasó lista; luego volvimos a poner las armas en pabellón, y todo parecía anunciar que la jornada habría de transcurrir tranquila.
                          Hacia las tres llegó un edecán trayendo una orden. Nos mandaron que recogiéramos las armas; nuestros tiradores se desparramaron por el llano; nosotros los seguimos lentamente, y, veinte minutos después, vimos que todos los puestos avanzados de los rusos se replegaban al amparo del reducto.
                          Se estableció una batería de campaña a nuestra derecha, otra a la izquierda, pero ambas mucho más adelante que nosotros. Abrieron fuego vivo contra el enemigo, el cual respondió con energía, de manera que pronto el reducto de Cheverino desapareció cubierto por una espesa nube de humo.
                          Nuestro regimiento se veía casi abrigado del fuego ruso por una ondulación del terreno. Las balas, que rara vez llegaban hasta nuestras líneas (pues tiraban de preferencia a los artilleros), pasaban por sobre nuestras cabezas y, cuando más, nos salpicaban con la tierra que arrancaban o con trocitos de piedras.
                          En cuanto recibimos orden de avanzar, mi capitán me miró con tal atención que me forzó a pasarme dos o tres veces la mano por el naciente bigote con todo el despejo que pude. Por lo demás, yo no sentía miedo, y el único temor que me asaltaba era el de que creyeran que estaba acobardado. Aquellas balas de cañón inofensivas contribuían no poco a conservar incólume la heroica tranquilidad de mi ánimo. Mi amor propio me aseguraba que estaba en verdadero peligro, puesto que, en fin, me veía bajo el fuego de una batería enemiga. Me encantaba sentirme con espíritu tan libre de toda aprensión y saboreaba de antemano el placer de contar algún día cómo habíamos tomado el reducto de Cheverino, en el salón de la señora de B., en la calle de Provenza.
                          El coronel pasó por delante de nuestra compañía; me dirigió algunas palabras: «¡Y bien, parece que las va a ver usted duras en su iniciación!». Sonreí con aire enteramente marcial, mientras me sacudía la manga, sobre la que una bala de cañón, al caer a unos treinta pasos de donde yo me hallaba, había salpicado un poco de polvo.
                          Al parecer, los rusos se dieron cuenta del escaso resultado de su cañoneo, pues comenzaron a arrojarnos obuses, con los que más fácilmente podían alcanzarnos en el hueco en que nos habíamos abrigado. Un trozo bastante grande de casco me quitó el morrión1 y dio muerte a un hombre que estaba a mi lado.
                          -Lo felicito -me dijo el capitán mientras yo recogía el morrión caído-; ya está usted libre para toda la jornada.
                          No me era desconocida esta superstición militar según la cual el axioma non bis in ídem puede aplicarse lo mismo en el campo de batalla que ante una corte de justicia. Me cubrí lleno de altivez con mi morrión.
                          -Esto es obligar a la gente a que salude a pesar suyo -dije lo más alegremente que pude. Y aquel chiste de mala ley, en tales circunstancias, pareció excelente.
                          -Lo felicito -repitió el capitán- no ha de ocurrirle nada más y esta noche mandará usted una compañía, porque presiento que la cosa arde para mí. Cada vez que he sido herido, lo he sido después que el oficial que me acompañaba fuera alcanzado por alguna bala fría, y -agregó en tono más bajo, como avergonzado-, en todos los casos los nombres de los oficiales empezaban con P.
                          Yo simulé entera despreocupación; mucha gente lo hubiera hecho como yo; mucha gente, también, habría quedado como yo impresionada por aquellas proféticas palabras. Novicio como era, comprendía que no cabía decir a nadie lo que estaba sintiendo y que debía en todo momento manifestar la más serena intrepidez.
                          Al cabo de media hora disminuyó sensiblemente el fuego de las baterías rusas y entonces salimos fuera del abrigo para avanzar hacia el reducto.
                          Tres batallones integraban nuestro regimiento. Al segundo se le encomendó que tomara de franqueo el reducto, por la parte de la gola; los otros dos lo asaltarían de frente. El mío era el tercer batallón.
                          En cuanto surgimos de aquella suerte de espaldón que nos había protegido, nos recibieron los enemigos con varias descargas de mosquetería que causaron poco daño en nuestras filas. El silbido de las balas me sorprendió; volví a veces la cabeza instintivamente, provocando con ello algunas bromas de mis camaradas familiarizados ya con ese ruido.
                          -En resumidas cuentas -me dije- no es cosa tan terrible una batalla.
                          Avanzábamos a la carrera, precedidos por los tiradores; de pronto, los rusos arrojaron tres hurras, tres hurras bien claros, permaneciendo luego silenciosos, sin tirar.
                          -No me gusta este silencio -dijo mi capitán- no anuncia nada bueno.
                          A mí me pareció que nuestra gente era en exceso chillona; no pude menos de comparar, en mi fuero interno, el clamor tumultuoso que producía con el imponente silencio del enemigo.
                          Llegamos con rapidez hasta el pie del reducto; la empalizada aparecía destruida y la tierra abierta por efectos del cañoneo. Los soldados se abalanzaron con ímpetu sobre aquellas recientes ruinas, gritando ¡Viva el Emperador! tan fuertemente como no hubiera sido de esperarse de gente que había ya gritado tanto.
                          Alcé la mirada: nunca podré olvidar el espectáculo que se me ofreció. Gran parte del humo se había elevado y quedaba suspendido como un dosel a veinte pies por sobre el reducto. A través de la nube azulada, se veía, detrás del parapeto semiderruido, a los granaderos rusos con el arma alzada, inmóviles como estatuas. Me parece ver todavía a cada uno de aquellos soldados, puesta la mirada del ojo izquierdo en nosotros, oculto el ojo derecho tras el fusil levantado. En una tronera, a pocos pies de distancia de nosotros, un hombre con un cohete de guerra en la mano, se erguía junto a un cañón.
                          Me estremecí, pensando que era llegada mi última hora.
                          -El baile va a empezar -exclamó mi capitán- ¡buenas noches!
                          Fueron las últimas palabras que oí de sus labios.
                          Un redoble de tambores resonó en el reducto. Vi cómo bajaban hacia nosotros los caños de los fusiles. Cerré los ojos y oí un espantoso estruendo, seguido de gritos y gemidos. Abrí los ojos, sorprendido de estar vivo todavía. El reducto se me apareció envuelto en humo nuevamente. Yo estaba rodeado de heridos y de muertos. A mis pies yacía el capitán: una bala de cañón le había destrozado la cabeza y sobre mí habían llovido partículas de sus sesos y gotas de sangre. De toda la compañía no quedábamos en pie más que seis hombres y yo.
                          Un momento de estupor sucedió a aquella horrenda carnicería. El coronel, alzando el sombrero en la punta de la espada, trepó antes que nadie por el parapeto, al grito de ¡Viva el Emperador! Detrás de él siguieron de inmediato los sobrevivientes.
                          No tengo casi recuerdos netos de lo que ocurrió después. Entramos en el reducto, no sé cómo. Nos batimos cuerpo a cuerpo entre el humo tan espeso que no podíamos vernos unos a otros. Creo que herí con mi sable, puesto que lo tenía lleno de sangre. En fin, oí gritos de «¡Victoria!» y al disiparse el humo noté que los muertos y la sangre ocultaban la tierra del reducto. Los cañones, sobre todo, desaparecían bajo montones de cadáveres. Alrededor de doscientos hombres, de pie, con uniforme francés, formaban grupos desordenados, unos cargando sus fusiles, enjugando otros las bayonetas. Once prisioneros rusos estaban con ellos.
                          El coronel yacía ensangrentado sobre un arcón de municiones roto, cerca de la gola del reducto. Algunos soldados lo rodeaban solícitos. Yo me aproximé.
                          -¿Dónde está el capitán más antiguo? -le preguntó a un sargento.
                          El sargento se encogió de hombros con gesto muy expresivo.
                          -¿Y el teniente más antiguo?
                          -Aquí está el señor, que llegó ayer -dijo el sargento con tono perfectamente tranquilo.
                          El coronel sonrió amargamente.
                          -Bien, señor -me dijo-. Tomará usted el mando. Haga fortificar rápidamente la gola del reducto con estos furgones, pues el enemigo tiene muchas tropas; pero el general C... le prestará apoyo.
                          -Coronel -le dije-, ¿está usted herido de gravedad?
                          -Yo estoy jo... robado, querido; ¡pero hemos tomado el reducto!
                          FIN

                          1. Morrión: Casco de soldado de infantería usado en los ss. XVI y XVII, caracterizado por sus bordes arqueados y por la cresta que lo coronaba.


                          La toma del reducto
                          [Cuento. Texto completo]
                          Próspero Mérimée

                          Prosper Mérimée - Wikipedia, la enciclopedia libre

                          Prosper Mérimée (París, 28 de septiembre de 1803 – Cannes, 23 de septiembre de 1870), escritor, historiador y arqueólogo francés. En una de sus novelas está ...
                          es.wikipedia.org/wiki/Prosper_Mérimée - En caché - Similares
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                          Los siete mensajeros

                          Dino Buzzati - Wikipedia, la enciclopedia libre

                          Dino Buzzati (Belluno, 16 de octubre de 1906 – Milán, 28 de enero de 1972) fue un novelista y escritor de relatos italiano, así como periodista del Corriere ...
                          es.wikipedia.org/wiki/Dino_Buzzati - En caché - Similares




                          Habiendo salido a explorar el reino de mi padre, día a día voy alejándome de la ciudad y las noticias que me llegan son cada vez más raras.
                          Comencé el viaje cuando tenía poco más de treinta años y han pasado ya más de ocho años, seis meses y quince días de ininterrumpido camino.
                          Creía, en el momento de partir, que en pocas semanas habría alcanzado los confines del reino; por el contrario, seguí encontrando nuevas gentes y países y en todas partes hombres que hablaban mi mismo idioma y que decían ser mis súbditos. A veces pienso que la brújula de mi geógrafo se ha enloquecido y que, creyendo avanzar siempre hacia el sur, en realidad damos vueltas sobre nuestros propios pasos sin aumentar jamás la distancia que nos separa de la capital; esto podría explicar por qué no estamos ahora junto a la extrema frontera.
                          Pero más frecuentemente me atormenta la duda de que este confín no existía, que el reino se extienda sin límite alguno y que, por más que yo avance, jamás podré arribar a la frontera. Empecé el viaje cuando tenía más de treinta años, demasiado tarde, quizás. Los amigos, los mismos familiares, se burlaban de mi proyecto, opinando que iba a despilfarrar los mejores años de mi vida. Pocos de mis leales, en realidad, aceptaron partir.
                          Si bien era algo descuidado -mucho más que ahora- me preocupé de poder comunicarme, durante el viaje, con mis seres queridos; entre los caballeros de la escolta elegí los siete mejores para que me sirvieran de mensajeros. Creí, ignorante de mí, que tener siete mensajeros era una verdadera exageración.
                          Con el transcurso del tiempo advertí, por el contrario, que eran ridículamente pocos, a pesar de que ninguno de ellos fue asaltado por los bandidos ni malogró su cabalgadura. Los siete me han servido con una tenacidad y una devoción que difícilmente podré recompensar.
                          Para distinguirlos con facilidad les puse nombres cuyas iniciales eran alfabéticamente progresivas: Alejandro, Benito, Carlos, Daniel, Eduardo, Federico, Gregorio.
                          Poco acostumbrado a estar lejos de mi casa, envié al primero, Alejandro, al caer la noche del segundo día de viaje, cuando habíamos recorrido ya unas ochenta leguas. A la noche siguiente, para asegurarme la continuidad de las comunicaciones, envié al segundo, después al tercero, después al cuarto, consecutivamente, hasta la octava tarde del viaje en que partió Gregorio. El primero todavía no había regresado.
                          Llegó la décima noche mientras acampábamos en un valle deshabitado. Supe por Alejandro que su rapidez había sido menor a la prevista; había pensado que, yendo separado y en un corcel inmejorable, podría recorrer en el mismo tiempo el doble de distancia que nosotros, pero no había recorrido el doble, sino sólo una vez y media; en unas jornadas, mientras nosotros avanzábamos cuarenta leguas, él avanzaba sesenta, pero no más.
                          Lo mismo pasó con los otros. Benito, que partió la tercera noche del viaje, retornó recién a la décima quinta; Carlos, que partió a la cuarta noche, nos alcanzó en la vigésima. Muy pronto comprendí que bastaba multiplicar por cinco los días que llevábamos viajando para saber cuándo volvería el mensajero.
                          Al alejarnos constantemente de la capital, el itinerario de los mensajeros se hacía cada vez más largo. Después de cincuenta días de camino el intervalo entre un arribo u otro comenzó a espaciarse sensiblemente; mientras antes veía llegar al campamento un mensajero cada cinco días, el intervalo llegó a hacerse de veinticinco días; la voz de mi ciudad, de esa manera, se volvía cada vez más apagada: pasábamos semanas enteras sin tener ninguna noticia.
                          Una vez que transcurrieron seis meses -ya habíamos atravesado los montes Fasani- el intervalo entre uno y otro arribo de los mensajeros aumentó a cuatro meses. Ahora ellos me traían noticias lejanas; el sobre me llegaba ajado, muchas veces con manchas de humedad, debido a las noches que el portador se había visto obligado a pasar al sereno.
                          Avanzábamos aún. En vano buscaba persuadirme de que las nubes que se deslizaban rápidamente sobre mí eran iguales a las de mi niñez, que el cielo de la ciudad lejana no era diferente de la cúpula azul que tenía sobre mí, que el aire era el mismo, igual el soplo del viento, idénticas las voces de los pájaros. Las nubes, el cielo, el aire, los vientos, los pájaros se me aparecían en verdad, como cosas nuevas y diversas; y yo me sentía extranjero.
                          ¡Adelante! ¡Adelante! Vagabundos encontrados por la llanura me decían que los confines no estaban lejos. Yo incitaba a mis hombres a no descansar, borraba las palabras descorazonadoras que se formaban sobre sus labios.
                          Ya habían pasado cuatro años de mi partida. ¡Qué larga fatiga! La capital, mi casa, mi padre, se habían vuelto extrañamente remotos, casi no me parecían reales. Ahora pasaban fácilmente veinte meses entre las sucesivas apariciones de los mensajeros. Me traían curiosas misivas amarillentas por el tiempo y en ella encontraba nombres olvidados, modos de decir insólitos para mí, sentimientos que no lograba comprender. A la mañana siguiente, después de una sola noche de reposo, mientras nosotros nos poníamos en camino, el mensajero partía en dirección opuesta, llevando a la ciudad las cartas que yo había preparado en ese mismo tiempo.
                          Pero ya han transcurrido ocho años y medio. Esta noche cenaba solo en mi tienda cuando entró Daniel, que aún lograba sonreír, aunque estaba muerto de cansancio. Hace casi siete años que no lo veía. Durante todo este período larguísimo no ha hecho más que correr, atravesando praderas, bosques y desiertos, cambiando quién sabe cuántas veces de cabalgadura, para traerme el paquete de sobres que hasta ahora no he tenido deseos de abrir. Ya se fue a dormir y volverá a partir mañana mismo, al amanecer.
                          Partirá por última vez. Consultando el calendario calculé que, aunque todo salga bien, yo continuando mi camino como lo he hecho hasta ahora y él el suyo, no podré volver a ver a Daniel hasta dentro de treinta y cuatro años. Entonces tendré setenta y dos.
                          Pero comienzo a sentirme cansado y es probable que me muera antes. No lo volveré a ver. Dentro de treinta y cuatro años (quizás antes, mucho antes) Daniel descubrirá, inesperadamente, los fuegos de mi campamento y se preguntará por qué nunca antes le resultó el trayecto tan corto.
                          Como esta noche, el buen mensajero entrará en mi tienda con las cartas amarillas, llenas de absurdas noticias de un tiempo ya sepultado; pero se detendrá en el umbral y me verá inmóvil tendido sobre el camastro, flanqueado por dos soldados con antorchas, muerto.
                          ¡Anda, pues, Daniel, y no me digas que soy cruel! Lleva mi último saludo a la ciudad donde nací. Tú eres la última ligazón con el mundo que en un tiempo fue también mío. Los mensajes recientes me han hecho saber que han cambiado muchas cosas, que mi padre ha muerto, que la corona pasó a mi hermano mayor, que me consideran perdido, que han construido altos palacios de piedra, allá, donde estaban las encinas a cuya sombra solíamos jugar. De cualquier manera, siempre seguirá siendo mi vieja patria. Tú eres la última atadura con ella, Daniel.
                          El quinto mensajero, Eduardo, que me alcanzará, si dios quiere, dentro de un año y ocho meses, no podrá volver a partir porque no tendrá tiempo de regresar. Después de ti, el silencio, ¡oh, dios mío!, a menos que encuentre los anhelados confines. Pero cuanto más avanzo, más me convenzo de que no existe frontera. No existe, sospecho, frontera alguna, por lo menos en el sentido que habitualmente le damos. No hay muralla de separación, ni ríos divisorios, ni montañas que cierran el paso. Probablemente atravesaré el límite sin ni siquiera advertirlo e, ignorante de mí, continuaré mi camino. Por eso he decidido que cuando Eduardo y los demás mensajeros, después de él, me alcancen nuevamente, en vez de volver a tomar el camino de la capital, se me adelante, para que yo pueda saber con anterioridad lo que me espera.
                          Desde hace un tiempo una ansiedad inusitada se apodera de mí por las noches y ya no se trata de la añoranza de las alegrías pasadas, como en los primeros tiempos del viaje; más bien es la impaciencia de conocer la tierra ignota a la que me dirijo.
                          Advierto -y no se lo he confiado hasta ahora a nadie- cómo de día en día, a medida que avanzo hacia la improbable meta, el cielo irradia una luz insólita como jamás había visto, ni siquiera en sueños. Ha quedado definitivamente atrás el último cielo azul.
                          Las plantas, los montes, los ríos que atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de lo ya conocido y el aire me acerca presagios que no sé transmitir.
                          Una nueva esperanza me llevará mañana por la mañana aun más adelante, en dirección a aquella montaña inexplorada que ahora ocultan las sombras de la noche. Una vez más levantaré el campamento, y Daniel desaparecerá en el horizonte en dirección opuesta, para llevar a la ciudad remota mi inútil mensaje.
                          FIN

                          ------------------


                          Los siete mensajeros[Cuento: Texto completo]
                          Dino Buzzati

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                          Mujima de Lafcadio Hearn

                          En el camino de Akasaka, cerca de Tokio, hay una colina, llamada Kii-No-Kuni-Zaka, o "La Colina de la provincia de Kii". Está bordeada por un antiguo foso, muy profundo, cuyas laderas suben, formando gradas, hasta un espléndido jardín, y por los altos muros de un palacio imperial.Mucho antes de la era de las linternas y los jinrishkas, aquel lugar quedaba completamente desierto en cuanto caía la noche. Los caminantes rezagados preferían dar un largo rodeo antes de aventurarse a subir solos a la Kii-No-Kuni-Zaka, después de la puesta de sol.
                          ¡Y eso a causa de un Mujima que se paseaba!
                          El último hombre que vio al Mujima fue un viejo mercader del barrio de Kyôbashi, que murió hace treinta años.
                          He aquí su aventura, tal como me la contó:
                          Un día, cuando empezaba ya a oscurecer, se apresuraba a subir la colina de la provincia de Kii, cuando vio una mujer agachada cerca del foso... Estaba sola y lloraba amargamente. El mercader temió que tuviera intención de suicidarse y se detuvo, para prestarle ayuda si era necesario. Vio que la mujercita era graciosa, menuda e iba ricamente vestida; su cabellera estaba peinada como era propio de una joven de buena familia.
                          -Distinguida señorita -saludó al aproximarse-. No llore así.. Cuénteme sus penas... me sentiré feliz de poder ayudarla.
                          Hablaba sinceramente, pues era un hombre de corazón.
                          La joven continuó llorando con la cabeza escondida entre sus amplias mangas.
                          -¡Honorable señorita! -repitió dulcemente-. Escúcheme, se lo suplico... Éste no es en absoluto un lugar conveniente, de noche, para una persona sola. No llore más y dígame la causa de su pena ¿Puedo ayudarla en algo?
                          La joven se levantó lentamente... Estaba vuelta de espaldas y tenía el rostro escondido... Gemía y lloraba alternativamente.
                          El viejo mercader puso una mano sobre su espalda y le dijo por tercera vez:
                          -Distinguida señorita, escúcheme un momento...
                          La honorable señorita se volvió bruscamente. Dejó caer la manga y se acarició la cara con la mano... ¡El viejo vio que no tenía ojos, nariz ni boca!...
                          ¡Huyó, gritando de espanto!
                          Corrió hasta el borde de la colina, oscura y desierta, que se extendía delante de él... Corría sin pararse y sin osar mirar hacia atrás... Por último vio, en lontananza, la luz de una linterna... Era una lucecilla tan pequeña que se hubiera podido confundir con una mosca luminosa. Era la bujía de un mercader ambulante, un vendedor de sopa que había levantado su tenderete al borde del camino. Después de la experiencia que el viejo acababa de sufrir, la más humilde de las compañías le pareció deseable. Se echó a los pies del vendedor de sopa, gimiendo:
                          -¡Ah!... ¡Ah!... ¡Ah!...
                          -«Koré»... «Koré»... -replicó el vendedor ambulante bruscamente-. ¿Qué le ocurre? ¿Le ha hecho daño alguien?
                          -¡No!... Nadie me ha hecho daño... -murmuró el otro-. Pero... ¡Ah!... ¡ah!... ¡ah!...
                          -¡Por lo menos le han dado un buen susto! -dijo el mercader, demostrando poca simpatía-. ¿Se ha encontrado con algún ladrón?
                          -¡No!... Pero, cerca del foso... he visto... ¡Oh!, he visto una mujer que... ¡Ah!, jamás podré describir cómo la he visto...
                          -¿Qué? ¿La ha visto, tal vez, así?... -exclamó el mercader.
                          Se acarició la cara que, de pronto, se hizo semejante a un huevo.
                          ¡En aquel mismo instante se apagó la luz!
                          FIN


                          Mujima[Cuento. Texto completo]
                          Lafcadio Hearn




                          Lafcadio Hearn - Wikipedia, la enciclopedia libre


                          Patricio Lafcadio Tessima Carlos Hearn (Santa Maura, isla de Leucada, mar Jónico, Grecia, 27 de junio de 1850 - Tokio, 26 de septiembre de 1904) fue un ...
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                          IDIOMA NACIONAL Poema (17)




                          Manuel Gil de Oto es el seudónimo de Miguel Toledano de Escalante (1870-1937), escritor español que vivió en Buenos Aires y que se plantea, en la siguiente composición, si España y Argentina hablan el mismo idioma:


                          IDIOMA NACIONAL


                          Con empeño necio y vano

                          y una ignorancia supina,
                          dice el español ufano
                          que conserva la Argentina
                          el idioma castellano.


                          Yo digo que para hacer

                          tan errónea afirmación,
                          cuyo valor se va a ver,
                          precísase conocer
                          la lengua de esta nación.


                          Es la argentina una extraña

                          lengua, que toma, amaña
                          de cien idiomas: yo opino
                          que tiene tanto de España,
                          como del ruso y del chino.


                          Como con afirmaciones

                          rotundas no se demuestra
                          nada, apoyo mis razones
                          dando al punto como muestra
                          un centenar de botones.


                          Sin previa preparación,

                          ¿quién adivinar podría
                          que aquí es sandia la sandía,
                          que es salame el salchichón,
                          ni que es chaucha la judía?


                          ¿Y quien que no esté iniciado

                          hallará el significado
                          de las que aquí apunto:
                          choclo, cívico, quinado,
                          alverjas, poroto y unto?


                          Las voces de uso corriente

                          las han trocado hábilmente,
                          armando un lindo ciempiés.
                          Dí, lector, todo al revés,
                          y hablarás como esta gente.


                          Llama al abrigo tapado,

                          y por faldas dí polleras;
                          los sombreros son galeras,
                          y ¡oh, indignación! han llamado
                          pavas a las cafeteras.


                          Pedido es la petición

                          un sirviente es un mucamo,
                          se llama patrón al amo,
                          y todos dicen reclamo
                          por decir reclamación.


                          A todo el mundo se ve

                          usar y abusar del che;
                          en vez de tú, dicen vos,
                          y aun es más curioso que
                          se diga ¡chao! por ¡adiós!


                          Un golfo es un atorrante;

                          mas si atorra un elegante,
                          se dice que es patotero
                          o farrista o bochinchero.
                          (El tipo abunda bastante.)


                          Hacen de la población

                          cuadras de igual extensión,
                          para que cada cual viva,
                          sin advertir la alusión,
                          en su cuadra respectiva.


                          Otras palabras: diarista,

                          galpón, pito, ascensorista,
                          pucho, balanceador,
                          calote, educacionista,
                          tambo, chacra y changador.


                          Todo lo que causa agrado

                          dicen que es lindo o es chiche;
                          llaman sonso al abobado,
                          un tenducho es un boliche,
                          y un conscripto es un soldado.


                          El mundo que triunfa y priva

                          se llama la gente bien,
                          mujer es voz despectiva,
                          y palabrota ofensiva
                          es individuo también.


                          Un anuncio es un aviso,

                          occiso un asesinado,
                          y distinguen con cuidado,
                          diciéndonos si fue occiso
                          con talero o baleado.


                          Dicen venite y salite,

                          por no decir ven y sal,
                          y, con desacierto igual,
                          la gente más fina omite
                          la sílaba del final.


                          Y dicen vení y salí,

                          o bien ¡espianta de ahí!
                          (pues todo es la misma cosa.)
                          También es frase curiosa
                          y típica: ¡A mí, maní!


                          El agua de Seltz es soda,

                          dicen ajuntar y ajunte,
                          rico tipo es voz de moda,
                          y al pavo o al que incomoda
                          no se le lleva el apunte.


                          El sentido han trastocado

                          al sustantivo recado,
                          y hasta al adverbio recién
                          y, en fin, ¡el colmo! han llamado
                          al petróleo kerosén.


                          Dan sentido singular

                          a voces que han pervertido,
                          y así dicen trepidar,
                          ubicación y pedido,
                          vincularse y auspiciar.


                          Otro colmo que delata

                          bien que esta lengua insensata
                          la enreda el mismo Luzbel:
                          todo el dinero es papel
                          y ha de decir que es plata.


                          Siempre se dice en inglés

                          tranway, stud y motorman,
                          dicen usina en francés,
                          y hay frases en portugués,
                          y giros en alemán.


                          Del italiano no hablemos,

                          pues no hay dialecto italiano
                          que en la Argentina ignoremos;
                          se barre en napolitano
                          y en siciliano bebemos.


                          Va la lengua castellana

                          tan mezclada a la italiana,
                          que grandes y chiquitines
                          parecemos cherubines
                          del dúo de La Africana,


                          pues, decimos ma por pero,

                          farabuti (hombre grosero),
                          y en las fondas y figones
                          reemplazan los macarrones
                          al archiespañol puchero.


                          El que se marcha de un lado

                          es que se manda a mudar,
                          ir de juerga es farrear,
                          tomarse estar embriagado
                          y hacer el oso, afilar.


                          Desde ya es un desatino

                          que a cada paso se mete
                          al hablar. Tampoco atino
                          por qué dirá el argentino
                          es al ñudo o al cohete.


                          Es la calva la pelada

                          una suerte, una bolada,
                          al pedir llaman pechazo,
                          una biaba es un trompazo
                          y se estrila el que se enfada.


                          Otro dislate inaudito:

                          irse a lo de Fulanito,
                          donde el lo es casa a su modo…
                          dicen Juancito y pancito,
                          para decirlo mal todo.


                          ¿Cómo no? es afirmación,

                          aunque a nada compromete.
                          ¡qué esperanza! es negación,
                          y es chocante admiración
                          ¡La gran flauta! o ¡La gran siete!


                          Dicen banca, fondo, chata,

                          y sindicar y ocurrir
                          y, en fin, ¡basta! ¿A qué seguir?
                          ¿Quién es capaz de escribir
                          cuanto aquí se disparata?


                          Es lo apuntado un sumario

                          económico, usuario,
                          y que sin embargo, basta
                          a indicar el Diccionario
                          que en la Argentina se gasta.


                          Y hago el resumen por si…

                          pruebo a España que es macana
                          pensar que hablamos aquí
                          una lengua que es hermana
                          de la que usamos allí.

                          Miguel Gil de Oto



                          Poema (17)




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                          El hombrecito del azulejo de Manuel Mujica Láinez



                          Manuel Mujica Láinez - Wikipedia, la enciclopedia libre

                          Manuel Mujica Láinez (Buenos Aires, 11 de septiembre de 1910 - "El Paraíso" en Cruz Chica, Córdoba, 21 de abril de 1984) fue un escritor, biógrafo, ...
                          es.wikipedia.org/wiki/Manuel_Mujica_Láinez - En caché - Similares

                          *****

                          Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:
                          -Esta noche será la crisis.
                          -Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.
                          -Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche... Hay que esperar...
                          Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.
                          Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.
                          El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
                          Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.
                          -¡Martinito! ¡Martinito!
                          El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
                          Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
                          Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.
                          El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas "calaveras, ejemplos y corridos" ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.
                          Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
                          Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida.
                          Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.
                          La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.
                          La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.
                          -Madame la Mort...
                          A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: "Madame la Mort." Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.
                          -Madame la Mort...
                          La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.
                          -Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.
                          Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
                          Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
                          La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.
                          Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. "rue de Poitiers", y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N'est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, "comme un gentilhomme", y luego desaparece corneteando...
                          La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.
                          Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, "bastante diferentes, n'est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay", sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.
                          Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
                          La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
                          -Y además... -prosigue el hombrecito del azulejo.
                          Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.
                          -Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.
                          Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
                          Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.
                          Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.
                          El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:
                          -¡Ahí va algo, abarájenlo!
                          Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.
                          FIN


                          El hombrecito del azulejo[Cuento. Texto completo]
                          Manuel Mujica Láinez
                          Leer más...