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                          La tercera orilla del río [Cuento] João Guimarães Rosa








                          Nuestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo; y así había sido desde muy joven y aún de niño, según me testimoniaron diversas personas sensatas, cuando les pedí información. De lo que yo mismo me acuerdo, él no parecía más raro ni más triste que otros conocidos nuestros. Sólo tranquilo. Nuestra madre era quien gobernaba y peleaba a diario con nosotros -mi hermana, mi hermano y yo. Pero sucedió que, cierto día, nuestro padre mandó hacerse una canoa.Iba en serio. Encargó una canoa especial, de madera de viñátigo, pequeña, sólo con la tablilla de popa, como para caber justo el remero. Pero tuvo que fabricarse toda con una madera escogida, fuerte y arqueada en seco, apropiada para que durara en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre maldijo la idea. ¿Sería posible que él, que no andaba en esas artes, se fuera a dedicar ahora a pescatas y cacerías? 


                          Nuestro padre no decía nada. Nuestra casa, por entonces, aún estaba más cerca del río, ni a un cuarto de legua: el río por allí se extendía grande, profundo, navegable como siempre. Ancho, que no podía divisarse la otra ribera. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa estuvo lista.


                          Sin pena ni alegría, nuestro padre se caló el sombrero y nos dirigió un adiós a todos. No dijo otras palabras, no tomó fardel ni ropa, no hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, nosotros pensamos que iba a bramar, pero permaneció blanca de tan pálida, se mordió los labios y gritó: “Se vaya usted o usted se quede, no vuelva usted nunca”. 
                          Nuestro padre no respondió. Me miró tranquilo, invitándome a seguirle unos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero obedecí en seguida de buena gana. El rumbo de aquello me animaba, tuve una idea y pregunté: “Padre, ¿me lleva con usted en su canoa?”. Él sólo se volvió a mirarme, y me dio su bendición, con gesto de mandarme a regresar. Hice como que me iba, pero aún volví, a la gruta del matorral, para enterarme. Nuestro padre entró en la canoa y desamarró, para remar. Y la canoa comenzó a irse -su sombra igual como un yacaré, completamente alargada.


                          Nuestro padre no volvió. No se había ido a ninguna parte. Sólo realizaba la idea de permanecer en aquellos espacios del río, de medio en medio, siempre dentro de la canoa, para no salir de ella, nunca más. Lo extraño de esa verdad nos espantó del todo a todos. Lo que no existía ocurría. Parientes, vecinos y conocidos nuestros se reunieron en consejo.


                          Nuestra madre, avergonzada, se comportó con mucha cordura; por eso, todos habían pensado de nuestro padre lo que no querían decir: locura. Sólo algunos creían, no obstante, que podría ser también el cumplimiento de una promesa; o que nuestro padre, quién sabe, por vergüenza de padecer alguna fea dolencia, como es la lepra, se retiraba a otro modo de vida, cerca y lejos de su familia. Las voces de las noticias que daban ciertas personas -caminantes, habitantes de las riberas, hasta de lo más apartado de la otra orilla- decían que nuestro padre nunca se disponía a tomar tierra, ni aquí ni allá, ni de día ni de noche, de modo que navegaba por el río, libre y solitario. 


                          Entonces, pues, nuestra madre y nuestros parientes habían establecido que el alimento que tuviera, oculto en la canoa, se acabaría; y él, o desembarcaba y se marchaba, para siempre, lo que se consideraba más probable, o se arrepentía, por fin, y volvía a casa.


                          Se engañaban. Yo mismo trataba de llevarle, cada día, un poco de comida robada: la idea la tuve, después de la primera noche, cuando nuestra gente encendió hogueras en la ribera del río, en tanto que, a la luz de ellas, se rezaba y se le llamaba. Después, al día siguiente, aparecí, con dulce de caña, pan de maíz, penca de bananas. Espié a nuestro padre, durante una hora, difícil de soportar: solo así, él a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en la tabla del río. 


                          Me vio, no remó para acá, no hizo ninguna señal. Le mostré la comida, la dejé en el hueco de piedra del barranco, a salvo de alimaña y al resguardo de lluvia y rocío. Eso, que hice y rehice, siempre, durante mucho tiempo. Sorpresa que tuve más tarde: que nuestra madre sabía de ese mi afán, sólo que simulando no saberlo; ella misma dejaba, a la mano, sobras de comida, a mi alcance. Nuestra madre no era muy expresiva.


                          Mandó venir a nuestro tío, hermano de ella, para ayudar en la hacienda y en los negocios. Mandó venir al maestro, para nosotros, los niños. Le pidió al cura que un día se revistiera, en la playa de la orilla, para conjurar y gritarle a nuestro padre el deber de desistir de la loca idea. 


                          En otra ocasión, por decisión de ella, vinieron dos soldados. Todo lo cual no sirvió de nada. Nuestro padre pasaba de largo, a la vista o escondido, cruzando en la canoa, sin dejar que nadie se acercara a agarrarlo o a hablarle. 


                          Incluso cuando fueron, no hace mucho, dos periodistas, que habían traído la lancha y trataban de sacarle una foto, no habían podido: nuestro padre desaparecía hacia la otra banda, guiaba la canoa al brezal, de muchas leguas, el que hay, por entre juncos y matorrales, y sólo él lo conocía, palmo a palmo, en la oscuridad, por entonces.


                          Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. Apenas, porque a aquello, en sí, nunca nos acostumbramos, de verdad. Lo digo por mí que, cuando quería y cuando no, sólo en nuestro padre pensaba: era el asunto que andaba tras de mis pensamientos. Lo difícil era, que no se entendía de ninguna manera, cómo él aguantaba. 


                          De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos del invierno, sin abrigo, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, durante todas las semanas, y meses y años -sin darse cuenta de que se le iba la vida. No atracaba en ninguna de las dos riberas, ni en las islas y bajíos del río; no pisó nunca más ni tierra ni hierba. Aunque, al menos, para dormir un poco, él amarrara la canoa en algún islote, en lo escondido. 


                          Pero no armaba una hoguerita en la playa, ni disponía de su luz ya encendida, ni nunca más rascó una cerilla. Lo que comía era un apenas; incluso de lo que dejábamos entre las raíces de la ceiba o en el hueco de la piedra del barranco, él recogía poco, nunca lo bastante. ¿No enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para mantener la canoa, resistiendo, incluso en el empuje de las crecidas, al subir el río, ahí, cuando al impulso de la enorme corriente del río, todo forma remolinos peligrosos, aquellos cuerpos de bichos muertos y troncos de árbol descendiendo -de espanto el encontronazo. 


                          Y nunca más habló ni una palabra, con nadie. Tampoco nosotros hablábamos de él. Sólo se pensaba en él. No, de nuestro padre no podíamos olvidarnos; y si, en algunos momentos, hacíamos como que olvidábamos, era sólo para despertar de nuevo, de repente, con su recuerdo, al paso de otros sobresaltos.


                          Mi hermana se casó; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él cuando comíamos una comida más sabrosa; así como, en el abrigo de la noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte, nuestro padre con sólo la mano y una calabaza para ir achicando la canoa del agua del temporal. 


                          A veces, algún conocido nuestro notaba que yo me iba pareciendo a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbudo, con las uñas crecidas, débil y flaco, renegrido por el sol y la pelambre, con el aspecto de una alimaña, casi desnudo, apenas disponiendo de las ropas que, de vez en cuando, le dejábamos.


                          Ni quería saber de nosotros, ¿no nos tenía cariño? Pero, por el cariño mismo, por respeto, siempre que, a veces, me elogiaban por alguna cosa bien hecha, yo decía: “Fue mi padre el que un día me enseñó a hacerlo así…”; lo que no era cierto, exacto, sino una mentira piadosa. 


                          Porque, si él no se acordaba más, ni quería saber de nosotros, ¿por qué, entonces, no subía o descendía por el río, hacia otros lugares, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabría. Pero mi hermana tuvo un niño, ella se empeñó en que quería mostrarle el nieto. 


                          Fuimos, todos, al barranco; fue un día bonito, mi hermana con un vestido blanco, que había sido el de la boda, levantaba en los brazos a la criaturita, su marido sostenía, para proteger a los dos, la sombrilla. Le llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, todos nosotros lloramos allí, abrazados.


                          Mi hermana se mudó, con su marido, lejos de aquí. Mi hermano se decidió y se fue, a una ciudad. Los tiempos cambiaban, en el rápido devenir de los tiempos. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre, a vivir con mi hermana; ya había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Yo nunca pude querer casarme. Yo permanecí, con las cargas de la vida. 


                          Nuestro padre necesitaba de mí, lo sé -en la navegación, en el río, en el yermo-, sin dar razón de sus hechos. O sea que, cuando quise saber e indagué en firme, me dijeron que habían dicho que constaba que nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le había preparado la canoa. 


                          Pero, ahora, ese hombre ya había muerto; nadie sabría, aunque hiciera memoria, nada más. Sólo en las charlas vanas, sin sentido, ocasionales, al comienzo, en la venida de las primeras crecidas del río, con lluvias que no escampaban, todos habían temido el fin del mundo, decían que nuestro padre había sido elegido, como Noé, que, por tanto, la canoa él la había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre, yo no podía maldecirlo. Y ya me apuntaban las primeras canas.


                          Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué era de lo que yo tenía tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre estaba ausente; y el río-río-río, el río - perpetuo pesar. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo su demora. 


                          Ya tenía achaques, ansias, por aquí dentro, cansancios, molestias del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. De tan viejo, no habría, día más día menos, de flaquear su vigor, dejar que la canoa volcara o que vagara a la deriva, en la crecida del río, para despeñarse horas después, con estruendo en la caída de la cascada, brava, con hervor y muerte. Me apretaba el corazón. 


                          Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que ni sé, de un abierto dolor, dentro de mí. Lo sabría -si las cosas fueran otras. Y fui madurando una idea.


                          Sin mirar atrás. ¿Estoy loco? No. En nuestra casa, la palabra loco no se decía, nunca más se dijo, en todos aquellos años, no se condenaba a nadie por loco. Nadie está loco. O, entonces, todos. Lo único que hice fue ir allá. Con un pañuelo, para hacerle señas. Yo estaba totalmente en mis cabales. Esperé. Por fin, apareció, ahí y allá, el rostro. Estaba allí, sentado en la popa. Estaba allí, a un grito. Le llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, lo que había jurado y declarado, tuve que levantar la voz: “Padre, usted es viejo, ya cumplió lo suyo… Ahora, vuelva, no ha de hacer más… Usted regrese, y yo, ahora mismo, cuando ambos lo acordemos, yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...”. Y, al decir esto, mi corazón latió al compás de lo más cierto.


                          Él me oyó. Se puso en pie. Movió el remo en el agua, puso proa para acá, asintiendo. Y yo temblé, con fuerza, de repente: porque, antes, él había levantado el brazo y hecho un gesto de saludo -¡el primero, después de tantos años transcurridos! Y yo no podía… De miedo, erizados los cabellos, corrí, huí, me alejé de allí, de un modo desatinado. Porque me pareció que él venía del Más Allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo perdón.


                          Sufrí el hondo frío del miedo, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy un hombre, después de esa traición? Soy el que no fue, el que va a quedarse callado. Sé que ahora es tarde y temo perder la vida en los caminos del mundo. 


                          Pero, entonces, por lo menos, que, en el momento de la muerte, me agarren y me depositen también en una canoíta de nada, en esa agua que no para, de anchas orillas; y yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río.


                          FIN
                          "A terceira margem do rio",
                          Primeiras estórias, 1962




                          João Guimarães Rosa - Wikipedia, la enciclopedia libre

                          João Guimarães Rosa (Cordisburgo, Minas Gerais, 27 de junio de 1908 - Río de Janeiro, 19 de noviembre de 1967) fue un médico, escritor y diplomático ...
                          es.wikipedia.org/wiki/João_Guimarães_Rosa -En caché - Similares



                          ****************************************************** 
                          UNA AMABILIDAD del ESCRITOR  Luis Lopez Nieves   de http://www.ciudadseva.com/
                          Leer más...

                          Birouk [Cuento] Iván Turgueniev









                          Regresaba de cazar, solo, en drochka. Para llegar a mi casa faltaban aún ocho verstas. Mi buena yegua recorría con paso igual y rápido el camino polvoriento, aguzaba las orejas y de vez en cuando soltaba un relincho en seguida sofocado.


                          Mi perro nos seguía a medio paso de las ruedas traseras. En el aire se olía la tormenta.


                          Lentamente, frente a mí, se levantaba una nube violácea, por encima del bosque; vapores grises corrían a mi encuentro, las hojas de los sauces se removían susurrantes.


                          El calor, hasta entonces sofocante, dejó paso a una frescura húmeda, penetrante.


                          Espoleé a la yegua, descendí al barranco, atravesé el lecho desecado, cubierto de espinos, y al cabo de algunos minutos me interné en el bosque.


                          El camino serpenteaba entre masas de nogales y avellanos; reinaba profunda oscuridad, y yo avanzaba al azar.


                          Mi pequeño vehículo chocaba contra las raíces nudosas de tilos y encinas centenarias, o bien se hundía en las huellas dejadas por otros carros.


                          La yegua empezó a sentir miedo.


                          Un viento impetuoso vino a penetrar en el bosque, ruidosamente, y sobre las hojas caían gruesas gotas de agua. Un relámpago cruzó el firmamento y le siguió el estampido de un trueno.


                          La lluvia se convirtió en un verdadero torrente, que me obligó a reducir la marcha; mi yegua se embarraba; yo no veía a dos pasos de mí.


                          Me guarecí en el follaje.


                          Acurrucado, tapada la cara, me armé de paciencia para aguardar el fin de la tormenta.


                          Al resplandor de un relámpago, distinguí a un hombre en el camino. Venía hacia donde yo me hallaba.


                          -¿Quién eres? -me preguntó con voz atronadora.
                          -¿Y tú?


                          -Soy el guardabosque.


                          Y cuando me hube identificado:


                          -¡Ah!, ya sé, ibas a tu casa -dijo.
                          -¿Oyes la tormenta?


                          -Es tremenda -respondió la voz.


                          En ese momento, el destello de un relámpago iluminó a mi interlocutor, y pude verlo claramente. Al repentino resplandor siguió un trueno y arreció la lluvia.


                          -Hay para rato -dijo el guardabosque.


                          -¿Qué se puede hacer?


                          -¿Quieres que te lleve a mi isba?


                          -Con mucho gusto.


                          -Sube, pues, a tu drochka.


                          El guardabosque tomó mi yegua por la brida y sacó el vehículo de la huella pantanosa donde nos habíamos detenido.


                          Me agarré al almohadón del vehículo, que se balanceaba como un barco en un mar tempestuoso.


                          La yegua resbalaba y a cada momento estaba a punto de caer... La espoleaba Birouk pegándole con el látigo, ya a la derecha, ya a la izquierda.


                          Avanzaba en la sombra, como un espectro, y una vez atravesado el bosque nos detuvo junto a su choza.


                          -Es aquí, mi amo.


                          Miré. A la luz de los relámpagos alcancé a ver una pequeña isba en medio de un recinto de césped.
                          Después de atar el animal a la reja, el guardabosque fue a llamar a la puerta. Por una de las estrechas ventanas se filtraba un débil hilo de luz.


                          -¡Ya! -gritó una voz infantil, apenas hubo llamado el hombre.


                          Escuché unos pasitos precipitados de pies descalzos. Movieron el picaporte y una chiquilla de doce años abrió la puerta.


                          -Alumbra al amo -dijo Birouk-, mientras llevo el coche al cobertizo.


                          La niña levantó los ojos y me hizo señas de que la siguiera.


                          Constaba la cabaña del guarda de una sola habitación baja, llena de humo y sin ningún tabique. Del muro colgaba una vieja manta desgarrada. Sobre un taburete había un fusil y dos líos de trapos. Una claridad vacilante alumbraba triste y miserablemente la habitación.


                          En medio de la estancia, una cuna se hallaba sujeta mediante una larga percha. Tras apagar la linterna, la niña se sentó en un taburete y se puso a mover la cunita con suave balanceo.


                          Observé este cuadro con el corazón oprimido. Solamente la ansiosa respiración de la criatura adormecida turbaba el silencio sepulcral.


                          -¿Estás sola? -pregunté a la chiquilla.


                          -Sola -me respondió, temerosa.


                          -¿Eres la hija del guardabosque?


                          -Sí -dijo balbuceando.


                          Se abrió la puerta y Birouk entró.


                          Al ver la linterna en el suelo frotó una cerilla y encendió una vela que había sobre la mesa.


                          Rara vez había tenido ocasión de ver a un tipo tan fuerte. Grande, poderoso de espaldas y de pecho, y bien plantado de talle. Sus vigorosos músculos resaltaban bajo la remendada camisa. Una negra barba le cubría masculino y duro el mentón, cejas tupidas sombreaban sus negros ojos, de mirada viva. Se plantó frente a mí, las manos en la cintura.


                          Agradecí su ayuda y le pregunté su nombre.


                          -Foma -dijo-, y Birouk, por sobrenombre.


                          Lo examiné con atención. Muchas veces Jermolai y los paisanos me habían hablado de este guardabosque; le temían como al rayo, a causa de la eficaz diligencia que ponía en sus funciones.


                          Con él, era imposible robar ni un pequeño haz de leña. Hiciera el tiempo que hiciera, siempre estaba al acecho, dispuesto a caer sobre el merodeador. Con frecuencia le habían tendido emboscadas. Pero él siempre se había alzado con la victoria.


                          -¡Ah! -dije después de recordar-, ¡Eres Birouk! He oído decir que eres implacable.


                          -Sencillamente cumplo con mi deber -repuso bruscamente-. Debo ganarme honradamente el pan que me da mi amo.


                          -Así, pues, ¿no tienes mujer?


                          -No -dijo tristemente-, mi pobre amiga ha muerto; pronto hará tres meses que nos dejó.


                          -¡Pobres niños! -murmuré.


                          Pero él ya había desechado sus dolorosos pensamientos y salió, dando un portazo.


                          Examiné la isba, que me pareció aún más triste. Un olor acre de humo se me metía en la garganta. La chiquilla, sin moverse del taburete, seguía balanceando la mísera cuna.


                          -¿Cómo te llamas?


                          -Aulita -respondió débilmente.


                          -La tormenta remite -dijo entrando el guardabosque-. Si el amo lo dispone, yo lo conduciré a la linde del bosque.


                          Me dispuse a partir.


                          Pero Birouk tomó su fusil y examinó la batería.


                          -¿Y para qué esa arma?


                          -Ahí, en el barranco de Kabouyl, apostaría a que están cortando leña.


                          -No podrías oírlo desde aquí.


                          -De aquí no, pero sí desde el patio.


                          Partimos. Ya no llovía. En el horizonte se prolongaba una espesa cortina de nubes, que era surcada por relámpagos. Sobre nosotros, el cielo tenía un sombrío color azul, y las coquetas estrellas procuraban atravesar con su brillo las húmedas nubes.


                          Respiré con placer el olor penetrante del bosque mojado, y escuché el ruido ligero de las gotas que caían de las hojas.


                          Birouk me sacó del ensueño.


                          -Allí es -dijo, señalando hacia el oeste.


                          Yo nada oía, sino el dulce susurro de la brisa al pasar y de las hojas al caer.


                          -Ya les daré- dijo mientras me traía el coche.


                          -Dejemos aquí mi drochka. Permíteme que vaya contigo al barranco.


                          -Bien, mi amo. A la vuelta te acompañaré.
                          Fuimos.


                          El guardabosque iba delante, yo lo seguía dificultosamente a través de los matorrales y de la crecida maleza. De trecho en trecho se detenía para decirme: «¿Oyes los hachazos?» Pero a mis oídos no llegaba ruido alguno.


                          Minutos más tarde ya estábamos en el barranco; amainó el viento, y alcancé a oír nítidamente los hachazos.
                          Seguimos nuestro camino atravesando por entre la maleza; el musgo, rebosante de agua, cedía bajo nuestros pies como una esponja cuando la aprietan.
                          Me llegó al oído el rumor de algo que se quiebra, sorda y prolongadamente.


                          -Se acabó -rezongó Birouk-, lo cortaron.


                          Ya menos oscuro el cielo, nos hallábamos en la extremidad del barranco.


                          -Quédate aquí -me dijo el guardabosque. Con paso furioso se agachó, manteniendo en alto el fusil, y se arrastró entre los matorrales.


                          Yo escuchaba con atención. Se oían unos golpecitos rápidos, el hacha que desbroza de ramas el árbol caído. Después, el ruido rechinante de las ruedas de un carro. Asomó el caballo.


                          -¡Alto ahí! ¡Eh! ¡Para! -vociferó Birouk. A estas palabras siguió una queja lastimera.


                          -¡No te escaparás, viejo! -gritó el guarda-. ¡Espera!


                          Me precipité hacia el lugar de donde salían los gritos, y después de tropezar varias veces llegué junto al árbol derribado.


                          Birouk tenía tendido en tierra y fuertemente sujeto al paisano. Al verme lo dejó incorporarse. Era un pobre hombre, de sucia cara y barba revuelta. A pocos pasos se hallaba el carro y un viejo jamelgo.


                          El guardabosque, con la manaza siempre agarrada al cuello del ladrón, tomó al animal por la brida.


                          -Adelante, Corneja -dijo vivamente.


                          -El hacha, recójala -le pidió el paisano.


                          -Cierto -murmuró Birouk-, puede servir. Y levantó el hacha.


                          Volvíamos, yo tras ellos. Durante el camino comenzó de nuevo la lluvia y aguantamos un chaparrón. Después de una penosa marcha llegamos a la choza.


                          Birouk dejó el caballo en medio del patio, sujetó los perros y nos hizo entrar en la isba.


                          Cuando el guardabosque le hubo desatado las muñecas, el prisionero se sentó en el banco.


                          -¡Qué aguacero! -dijo Birouk-. Ahora no puedes partir. Descansa, por favor, yo enjaularé a este pájaro al otro lado.


                          -Gracias, pero no le causes daño.


                          El paisano me miró con agradecimiento. Me prometí gastar toda mi influencia en conseguir apaciguar la severidad del guardabosque.


                          En un rincón estaba quieto el infeliz, pálida y ensombrecida la cara, la desolación en los ojos.


                          Los niños estaban dormidos. Sentándose a la mesa, Birouk tomó su cabeza entre las manos. En medio de un absoluto silencio, un grillo comenzó a cantar.


                          -¡Foma Birouk! -exclamó el paisano-. ¡Foma, Foma!


                          -¿Qué hay?


                          -Deja que me vaya.


                          El guardabosque permaneció callado.


                          -Te lo suplico..., el hambre... ya ves... déjame libre.


                          -Te conozco -dijo el guarda con sequedad-, tu vida es robar, después robar, robar siempre.


                          -Deja que me vaya -prosiguió el palurdo-, sabes..., ¡ah!, el intendente tiene la culpa, ¡él nos arruinó a todos!


                          -Esa no es razón para robar.


                          Suspiró el paisano; movimientos febriles lo sacudían y agitaban su respiración.


                          -¡Piedad! -clamó con desesperación-. ¡Mis hijitos se mueren de hambre, suéltame!


                          -No robes.


                          -Pobre caballo mío, no tengo otra cosa.


                          -Basta, cállate y permanece quieto, porque aquí hay un señor.


                          Birouk se acomodó tranquilamente de codos en la mesa. Seguía lloviendo. Yo esperaba ansioso el fin de semejante escena.


                          De repente, el paisano se incorporó, con un esfuerzo supremo, y gritó:


                          -¡Ah, tigre sediento de sangre! ¿Crees que no vas a morir, lobo rabioso?


                          -¿Estás borracho? -dijo el guardabosque.


                          -Sí, estoy borracho, ¿he bebido por cuenta tuya, devorador de hombres? ¡Sí, quédate mi caballo, tú te irás también! ¡Tigre!... Está bien, ¡pega!


                          El guardabosque se había puesto en pie.


                          -¡Pega de una vez! -gritó furioso el paisano.


                          La pequeña Aulita se había levantado y estaba delante del desgraciado.


                          -Ahora, silencio -dijo el guarda. Y caminando tomó al ladrón por los hombros como si lo fuese a sacudir con violencia.


                          Corrí en defensa del infeliz.


                          -¡No te muevas, señor! -me gritó Birouk.


                          Pero nada me intimidó y ya tenía cerrados los puños, cuando con gran sorpresa mía, Birouk desató la cuerda que ataba los brazos del ladrón; luego, agarrándolo por el cuello, abrió la puerta y lo lanzó fuera.


                          -¡Vete al diablo con tu caballo!


                          Silencioso, el guarda entró de nuevo en la isba.


                          -Bien -dije a Birouk-, me has asombrado; eres un buen hombre.


                          -Dejemos eso, amo -rezongó-, y no lo cuentes a nadie. 


                          Puesto que ya no llueve, ahora puedo acompañarte.


                          -¡Ah, cómo corre! -dije escuchando el ruido de un carro que pasaba.


                          Una hora después me despedía de Birouk en la linde del bosque.
                          FIN



                          Iván Turgénev - Wikipedia, la enciclopedia libre


                          Iván Serguéyevich Turguénev, cuyo apellido es en ocasiones transcrito como Turguéniev(ruso: Иван Сергеевич Тургенев) (Orel, Rusia; 28 de octubre/ 9 de ...
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                          Esopo (en griego antiguo Αἴσωπος, Aísōpos, latinizado Aesopus) se supone que fue un famoso escritor de fábulas. Contenido. 1 Biografía; 2 Obra; 3 Fábulas de ...
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                          El péndulo [Cuento] O. Henry


                          -Calle Ochenta y Uno... Dejen bajar, por favor -gritó el pastor de azul.


                          Un rebaño de ciudadanos salió forcejeando y otro subió forcejeando a su vez. ¡Ding, ding! Los vagones de ganado del Tren Aéreo de Manhattan se alejaron traqueteando, y John Perkins bajó a la deriva por la escalera de la estación, con el resto de las ovejas.


                          John se encaminó lentamente hacia su departamento. Lentamente, porque en el vocabulario de su vida cotidiana no existía la palabra “quizás”. A un hombre que está casado desde hace dos años y que vive en un departamento no lo esperan sorpresas. Al caminar, John Perkins se profetizaba con lúgubre y abatido cinismo las previstas conclusiones de la monótona jornada.


                          Katy lo recibiría en la puerta con un beso que tendría sabor a cold cream y a dulce con mantequilla.


                          Se quitaría el saco, se sentaría sobre un viejo sofá y leería en el vespertino crónicas sobre los rusos y los japoneses asesinados por la mortífera linotipo. La cena comprendería un asado, una ensalada condimentada con un aderezo que se garantizaba no agrietaba ni dañaba el cuero, guiso de ruibarbo y el frasco con mermelada de fresas que se sonrojaba ante el certificado de pureza química que ostentaba su rótulo. 


                          Después de la cena, Katy le mostraría el nuevo añadido al cobertor de retazos multicolores que le había regalado el repartidor de hielo, arrancándolo de la manta de su coche.


                           A las siete y media ambos extenderían periódicos sobre los muebles para recoger los fragmentos de yeso que caían cuando el gordo del departamento de arriba iniciaba sus ejercicios de cultura física. 


                          A las ocho en punto, Hickey y Mooney, los integrantes de la pareja de varietés (sin contrato) que vivían del otro lado del pasillo, se rendirían a la dulce influencia del delírium trémens y empezarían a derribar sillas, con el espejismo de que Hammerstein los perseguía con un contrato de quinientos dólares semanales. 


                          Luego, el caballero que se sentaba junto a la ventana, del otro lado de la escalera, sacaría a relucir su flauta; el escape de gas nocturno huiría para hacer sus travesuras en los caminos; el ascensor se saldría de su cable; el conserje volvería a llevar a los cinco hijos de la señora Janowitski a través del Yalu; la dama de los zapatos color champaña y del terrier Skye bajaría a tropezones la escalera y pegaría su nombre del jueves sobre su timbre y su buzón... y la rutina nocturna de los departamentos Frogmore se pondría en marcha nuevamente.


                          John Perkins sabía que esas cosas sucederían. Y también sabía que a las ocho y cuarto apelaría a su coraje y tendería la mano hacia su sombrero, y su esposa le diría, con tono quejumbroso:


                          -Bueno... ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse?


                          -Creo que le haré una visita al café de MacCloskey -contestaría él-. Y que jugaré un par de partiditas de billar con los muchachos.


                          En los últimos tiempos, ésa era la costumbre de John Perkins. Volvía a las diez o a las once. A veces, Katy dormía; a veces, lo esperaba, pronta a seguir fundiendo en el crisol de su ira el baño de oro de las labradas cadenas de acero del matrimonio. Por esas cosas, Cupido habrá de responder cuando comparezca ante el sitial de la justicia con sus víctimas de los departamentos Frogmore.


                          Esa noche, al llegar a su puerta, John Perkins se encontró con un tremendo cambio en la rutina diaria. Ninguna Katy lo esperaba allí con su afectuoso beso de repostería.


                          En las tres habitaciones parecía reinar un prodigioso desorden. Por todas partes se veían dispersas las cosas de Katy. Zapatos en el centro de la alcoba, tenacillas de rizar, cintas para el cabello, kimonos, una polvera, todo tirado en franco caos sobre el tocador y las sillas... Aquello no era propio de Katy. Con el corazón oprimido, John vio el peine, con una enroscada nube de cabellos castaños de Katy entre los dientes. 


                          Una insólita prisa y nerviosidad debía haber hostigado a su mujer, porque Katy depositaba siempre cuidadosamente aquellos rastros de su peinado en el pequeño jarrón azul de la repisa de la chimenea, para formar algún día el codiciado “postizo” femenino.


                          Del pico de gas pendía en forma visible un papel doblado. John lo desprendió. Era una carta de su esposa, con estas palabras:
                          Querido John:
                          Acabo de recibir un telegrama en que me dicen que mamá está enferma de cuidado. Voy a tomar el tren de las 4.30. Mi hermano Sam me esperará en la estación de destino. En la heladera hay carnero frío. Confío en que no será nuevamente su angina. Págale cincuenta centavos al lechero. Mamá tuvo una seria angina en la primavera última. No te olvides de escribirle a la compañía sobre el medidor del gas y tus medias buenas están en la gaveta de arriba. Te escribiré mañana.
                          Presurosamente,
                          KATY
                          Durante sus dos años de matrimonio, Katy y él no se habían separado una sola noche. John releyó varias veces la carta, estupefacto. Aquello destruía una rutina invariable y lo dejaba aturdido.


                          Allí, sobre el respaldo de la silla, colgaba, patéticamente vacía e informe, la bata roja de lunares negros que ella usaba siempre al preparar la comida. En su prisa, Katy había tirado su ropa por aquí y por allá. Una bolsita de papel de su azúcar con mantequilla favorita yacía con su bramante aun sin desatar. 


                          En el suelo estaba desplegado un periódico, bostezando rectangularmente desde el agujero donde recortaran un horario de trenes. Todo lo existente en la habitación hablaba de una pérdida, de una esencia desaparecida, de un alma y vida que se habían esfumado. 


                          John Perkins estaba parado entre esos restos sin vida y sentía una extraña desolación.
                          John comenzó a poner el mayor orden posible en las habitaciones.


                           Cuando tocó los vestidos de Katy, experimentó algo así como un escalofrío de terror. Nunca había pensado en lo que sería la vida sin Katy. Su mujer se había adherido tan indisolublemente a su existencia que era como el aire que respiraba: necesaria pero casi inadvertida. Ahora, sin aviso previo, se había marchado, desaparecido; estaba tan ausente como si nunca hubiese existido. 


                          Desde luego, esto sólo duraría unos días, a lo sumo una semana o dos, pero a John le pareció que la mano misma de la muerte había apuntado un dedo hacia su seguro y apacible hogar.


                          John extrajo el trozo de carnero frío de la heladera, preparó el café y se sentó a cenar solo, frente al desvergonzado certificado de pureza de la mermelada de fresas. Entre las provisiones que sacara, aparecieron los fantasmas de unas carnes asadas y la ensalada con mostaza. Su hogar estaba desmantelado. 


                          Una suegra con angina había hecho saltar por los aires sus lares y penates. Después de su solitaria cena, John Perkins se sentó junto a una ventana.


                          No tenía ganas de fumar. Fuera, la ciudad bramaba invitándolo a plegarse a su danza de locura y placer. La noche estaba a su disposición. Podía andar por ahí sin que le hicieran preguntas y pulsar las cuerdas de la parranda con tanta libertad como cualquier soltero. Podía divertirse y vagabundear y corretear por ahí hasta el alba si se le antojaba: y no lo esperaría ninguna airada Katy, con el cáliz que contenía las heces de su alegría. 




                          Si quería, podía jugar al billar en el café de McCloskey con sus jactanciosos amigos hasta que la aurora empacara las luces eléctricas. El yugo del himeneo, que lo doblegara siempre en los departamentos Frogmore, se haría relajado. Katy no estaba.


                          John Perkins no estaba habituado a analizar sus sentimientos. Pero ahora, sentado en su sala de recibo de 3 X 4, privado de la presencia de Katy, acertó inequívocamente con la clave de su desconsuelo. Ahora sabía que Katy era necesaria para su felicidad. 


                          Los sentimientos que le inspiraba su mujer, adormecidos hasta la inconsciencia por el monótono carrusel de la vida doméstica, habían sido conmovidos violentamente por la pérdida de su presencia. 


                          ¿Acaso no nos han inculcado el proverbio, el sermón y la fábula la idea de que nunca apreciamos la música hasta que el pájaro de la dulce voz ha volado... u otras manifestaciones no menos floridas y auténticas?


                          “Me porto con Katy de una manera pérfida -meditó Perkins-. Todas las noches me voy a jugar al billar y a perder el tiempo con los muchachos, en vez de quedarme en casa con ella. ¡La pobre está aquí sola y aburrida, y yo obro así! John Perkins, eres un cochino. 


                          Tengo que compensarle a Katy todo el mal que le he hecho. La llevaré de paseo para que se divierta un poco. Y doy por terminadas mis relaciones con la pandilla del McCloskey desde este mismo momento.”




                          Sí; fuera, la ciudad bramaba, llamándolo a bailar en el séquito de Momo. Y en el café de McCloskey, los muchachos hacían caer las bolas de billar en las troneras, matando el tiempo hasta la partida de casino de la noche. Pero ninguna carambola elegante y ningún chasquido de taco podían regocijar el alma henchida de remordimientos de Perkins, el abandonado. 


                          Aquello que era suyo, aquello que asía con mano poco firme y desdeñaba a medias, le había sido arrebatado y él lo quería. Perkins, el de los remordimientos, podía rastrear su genealogía remontándose hasta un hombre llamado Adán, a quien el querubín desalojara del jardín.




                          Al alcance de la mano derecha de John Perkins, había una silla. Sobre su respaldo pendía una blusa de Katy, que conservaba todavía algo de su contorno. 


                          En el centro de sus mangas, se veían las finas arrugas causadas por los movimientos de sus brazos al trabajar por la comodidad y el placer de su marido.


                           Brotaba de la blusa una delicada pero dominadora fragancia a camándulas. John la tomó y miró larga y seriamente la silenciosa tela. Katy nunca había dejado de responderle. Las lágrimas, sí, las lágrimas asomaron a los ojos de John Perkins. Cuando Katy volviera, las cosas cambiarían. Él la compensaría por todo su abandono. ¿Qué era la vida sin ella?


                          La puerta se abrió y Katy entró con una pequeña maleta. John la miró, estúpidamente.


                          -¡Caramba! -dijo Katy-. Me alegro de haber vuelto. La enfermedad de mamá carecía de importancia. Sam me esperaba en la estación y dijo que aquello sólo había sido un leve acceso y que mamá se había repuesto a poco de telegrafiarme él. 


                          De modo que tomé el primer tren de regreso. Me estoy muriendo por una taza de café.


                          Nadie oyó el rechinar de los engranajes cuando el número 3 de los departamentos Frogmore volvió al debido Orden de Cosas. Se deslizó una polea, tocaron un resorte, regularon una palanca y los engranajes recomenzaron a girar en su vieja órbita.


                          John Perkins miró su reloj. Eran las 8:15. Tendió la mano hacia su sombrero y se encaminó hacia la puerta.


                          -Vamos... ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse? -preguntó Katy, con tono quejumbroso.


                          -Creo que haré una escapada al café de McCloskey a jugar unas partiditas con los muchachos -dijo John.




                          FIN

                          El péndulo[Cuento. Texto completo]
                          O. Henry







                          O. Henry - Wikipedia, la enciclopedia libre

                          O. Henry era el seudónimo del escritor, periodista, farmacéutico y cuentista estadounidense William Sydney Porter (11 de septiembre de 1862 – 5 de junio de ...
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                          ****************************************************** UNA AMABILIDAD del ESCRITOR  Luis Lopez Nieves   de http://www.ciudadseva.com/
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