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                          Narciso - Cuento - Manuel Mujica Láinez




                          Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrísimo.Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.


                          Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado, isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro. Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador.


                          Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni la melodía más sutil, podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo. Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infundía nueva vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha. Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos trozos de carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de su departamento se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía iluminada desde el interior.


                          Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de su abandono.
                          Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la mañana, avanzó la tarde, sin que variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maulando desconsoladamente.


                          Allá arriba la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había encolado encima de la luna -y que podía ser un afiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles- cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal.


                          Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.
                          FIN
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                          Titulo y autor -Narciso [Cuento. Texto completo]Manuel Mujica Láinez
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                          Wikipedia -
                          1. Manuel Mujica Láinez - Wikipedia, la enciclopedia libre

                            es.wikipedia.org/wiki/Manuel_Mujica_Láinez

                            Manuel Mujica Láinez (Buenos Aires, 11 de septiembre de 1910 - "El Paraíso" en Cruz Chica, Córdoba, 21 de abril de 1984) fue un escritor, biógrafo, crítico de ...
                          2. Manuel Mujica Láinez

                            www.literatura.org/Mujica_Lainez/Mujica_Lainez.html
                            6 Feb 1996 – Breve reseña de las novelas, cuentos, biografías, poemas, crónicas de viaje y ensayos del escritor argentino. Incluye el cuento "El hombrecito ...
                          3. Biografia de Manuel Mujica Láinez

                            www.biografiasyvidas.com/biografia/m/mujica.htm
                            Manuel Mujica Láinez. (Buenos Aires, 1910 - La Cumbre, 1984) Narrador argentino que combinó imaginación novelesca con datos históricos y el color local ...







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                          HA ENTRADO EN el BLOG/ARCHIVO de VRedondoF. Soy un EMPRESARIO JUBILADO que me limito al ARCHIVO de lo que me voy encontrando "EN LA NUBE" y me parece interesante. Lo intento hacer de una forma ordenada/organizada mediante los blogs gratuitos de Blogger. Utilizo el sistema COPIAR/PEGAR, luego lo archivo. ( Solo lo  INTERESANTE según mi criterio). Tengo una serie de familiares/ amigos/ conocidos (yo le llamo "LA PEÑA") que me animan a que se los archive para leerlo ellos después. Los artículos que COPIO Y PEGO EN MI ARCHIVO o RECOPILACIÓN (cada uno que le llame como quiera) , contienen opiniones con las que yo puedo o no, estar de acuerdo. ***** Cuando incorporo MI OPINION, la identifico CLARAMENTE,  con la unica pretension de DIFERENCIARLA del articulo original. ***** Mi correo electronico es vredondof(arroba)gmail.com por si quieres que publique algo o hacer algun comentario.
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                          Visión agorera [ Cuento.] Joaquim Ruyra




                          No puedo imaginar qué hora sería, ni asegurara encontrarme en noche o madrugada, pero se me antojaba que me había levantado poco tiempo ha. Una modorra singular, pesada, morbosa, entorpecía mi cerebro. Al mismo tiempo experimentaba yo algún disgusto muy hondo, alguna pena abrumadora, más érame imposible recordar sus causas. Nada, ni un mezquino detalle estaba presente en mi memoria. En vano me esforzaba en escudriñar las obscuridades de mi imaginación, buscando alguna remembranza aun no totalmente evaporada. Fue inútil. Sólo alcanzaba aumentar mi frenesí, mi honda amargura.


                          El día estaba triste. Abovedaba el cielo un nubarrón gris obscuro, que transmitía avaramente una claridad mortecina.


                          Me vino la sospecha de que estaría nevando y para cerciorarme salí a la ventana, y derramé al exterior la mirada de mis ojos turbios. Largo rato hube de parpadear antes de convencerme de que no había nieve por ninguna parte. Mis percepciones eran sordas y penosas. Permanecí allá, contemplando la negrura de las selvas que se extendían delante de mí, y dije a mis adentros: «Son los bosques de Montnegre... ¡Ah! ¡me encuentro en el más!» Y como si no estuviese muy seguro repetí en voz alta: «Sí, sí... me encuentro en el más Sábat».


                          Imaginando que tal vez la soledad me impresionaba, anduve en busca de seres humanos. Entré en la cocina; una cocina espaciosa, negra, ahumada, de piso agreste y altísimo techo de cañas tiznadas. Allí, bajo el ancho vuelo acampanado del hogar, vi sentados en el banco al masovero1 y la masovera, con los brazos doblados sobre el pecho sin decir palabra, graves, cabizbajos y devorados por yerta amarillez. Por el movimiento casi imperceptible de sus labios comprendí que rezaban. ¿Sería huella de lágrimas la claridad que serpenteaba por las facciones de la masovera? Allí cundía un desusado quebranto, que yo sentía también aunque no recordase el motivo.


                          Mientras examinaba aquella escena amilanado como no es decible, mis ojos dieron en el fondo de un pasadizo con la figura esbelta, grave y melancólica de mi madre. Etérea y blanquecina, la afable dama se me allegó, me abrazó y estampó en mi frente un dilatado beso. Sus labios eran finos como la morada lantanea mojada por el rocío de noviembre. Sus ojos grandes y serenos decían una tristeza incomprensible. Me eché a llorar en sus brazos... sin saber por qué.


                          -Imposible detenernos más -dijo a media voz. Y ambos salimos de casa, y anduvimos, anduvimos... Recuerdo que el aire estaba completamente inmóvil. Las hojas secas de chopos y carolinas caían aplomadas como pájaros muertos. ¿A dónde nos encaminábamos por la ribera de aquellos torrentes solitarios?


                          Se aproximaban las selvas. Entramos en una falda de montaña tenebrosa y poblada de enormes alcornoques, decrépitos y harapientos. Aquel viejo alcornocal era el de Montigalá, un bosque improductivo que no se había destinado al carboneo porque los transportes superaban en coste a la mercadería. A los árboles gigantescos, abandonados, se les dejaba que fuesen muriendo por sus pasos contados, y acaso hacía más de un siglo que estaban enfermos. Yo conocía muy bien el añejo alcornocal de Montigalá, lugar pavoroso donde jamás había oído el gorjeo de un ave ni el canto de un leñador. Allí el aire estaba siempre húmedo, impregnado de tufos de atmósfera cerrada y olores de moho semejantes a los que se perciben en un albergue de miserables.


                          Mi madre, distanciada algunos pasos de mí, caminaba silenciosa, bajando la vertiente de la montaña. Yo la seguía torpemente mirando con estremecimientos los arbolazos caducos que retorcían sobre mi cabeza sus ramas contrahechas, cubiertas de un musgo prolongado y blanco como el pelo de un viejo. Roídos muchos de ellos a nivel del suelo por los insectos, bocelados por la carcoma, heridos y descortezados a trechos; minados algunos por podredumbres que les convertían la médula en una masa amarilla y blanda, deshecha al menor roce en un serrín impalpable como el tabaco en polvo; abollados otros por tumores monstruosos que estallaban soltando hilillos acuosos que se extendían por el suelo a guisa de complicados riachuelos; éstos vaciados por cavidades espantosas; aquellos hendidos de arriba abajo y con la mitad de los pesados miembros abatida a sus pies; pero todos colosales, llagados, cubiertos de polvo y telarañas presentaban un grandioso aspecto, de desolación que aterraba. Diríase que Dios los había condenado a un espantoso sufrir, sin permitirles aliento ni gemido.


                          ¡Qué extenso, qué interminable me resultaba el alcornocal! Nunca me lo había parecido tanto; y la luz del día amenguaba como si la tarde desmayase más allá de las nubes. ¿Anochecía acaso? Yo tuve intención de hablar, de preguntar algo a mi madre, pero mi voluntad arrecida y sin tino no hallaba el resorte secreto que la pone en comunicación con los sentidos, y a pesar de mis esfuerzos, no surgía la voz en mi garganta contraída. ¡Qué angustia, Dios mío!


                          Mientras continuaba el descenso, vi allá a lo lejos, entre las malezas, a un hombre que bajaba con una maleta a cuestas. Esta visión me sugirió la idea de un viaje, de una ausencia penosa, de algo inevitable y desconsolador. ¡Pobre madrecita mía! ¿Sería ella quien partiese? ¿Y adónde?... ¿Aquella cabeza gris tan querida había de separarme del calor de mis besos? ¿Y por qué separarnos?... ¿Por qué?... Pesadamente, iba dando vueltas a estas preguntas en mi imaginación, y advertí a la sazón que nos acercábamos a la llanura brumosa y azulada; y mi madre apretó el paso, y yo también.


                          No sé por cuáles senderos penetramos allá, pero lo cierto es que al cabo de algún tiempo nos hallábamos en mitad de la llanura y ante la estación de una vía de ferrocarril que se perdía en el infinito. En aquel mismo instante llegaba el tren haciendo trepidar el suelo. Entonces, mi madre me abrazó temblando, y de pronto, deslizándose de mis brazos, después de breve carrera se precipitó en un vagón. Yo quise entrar en pos de ella, pero ella miró con terror, y cerrando la portezuela de un golpe gritaba:
                          -¡No, no!


                          Quedé despavorido. El tren se puso en marcha, fueron desfilando los vagones delante de mí, y tras los cristales pasaron unas rígidas figuras, unas caras pálidas, unas narices azuladas, unos ojos vidriosos... Después, ¡soledad!, ¡soledad absoluta!... Sentí rodar una gota de escarcha a lo largo del espinazo, y me asaltó la idea de la muerte.


                          Esta idea clara, horripilante, me despertó. Todo aquello no había sido más que un sueño, pero me impresionó de tal manera que me apresuré a marchar del más donde la pesadilla me había sorprendido. Volví, pues, a la costa, a mi casa solariega, y (muchos creerán que lo digo para producir un efecto artístico, mas no es así) encontré a mi madre enferma y la vi morir a los pocos días. ¿El sueño habría sido una sugestión, una advertencia misteriosa? No sé, pero estoy convencido de que hoy, como en tiempo de Hamlet, el cielo y la tierra ocultan muchas cosas a la miopía de los sabios.
                          FIN
                          1. Masovero: Labrador que, viviendo en masía ajena, cultiva las tierras anejas a cambio de una retribución o de una parte de los frutos.
                          Agradecemos a Jorge Almarales su aportación de este cuento a la Biblioteca Digital Ciudad Seva.


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                          Titulo y autor -Visión agorera [Cuento. Texto completo]Joaquim Ruyra
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                          Wikipedia -

                          Joaquim Ruyra - Wikipedia, la enciclopedia libre

                          es.wikipedia.org/wiki/Joaquim_Ruyra

                          Joaquim Ruyra i Oms (Gerona, 27 de septiembre de 1858 - Barcelona, 15 de mayo de 1939) fue un escritor español, considerado uno de los grandes ...








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                          HA ENTRADO EN el BLOG/ARCHIVO de VRedondoF. Soy un EMPRESARIO JUBILADO que me limito al ARCHIVO de lo que me voy encontrando "EN LA NUBE" y me parece interesante. Lo intento hacer de una forma ordenada/organizada mediante los blogs gratuitos de Blogger. Utilizo el sistema COPIAR/PEGAR, luego lo archivo. ( Solo lo  INTERESANTE según mi criterio). Tengo una serie de familiares/ amigos/ conocidos (yo le llamo "LA PEÑA") que me animan a que se los archive para leerlo ellos después. Los artículos que COPIO Y PEGO EN MI ARCHIVO o RECOPILACIÓN (cada uno que le llame como quiera) , contienen opiniones con las que yo puedo o no, estar de acuerdo. ***** Cuando incorporo MI OPINION, la identifico CLARAMENTE,  con la unica pretension de DIFERENCIARLA del articulo original. ***** Mi correo electronico es vredondof(arroba)gmail.com por si quieres que publique algo o hacer algun comentario.
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                          Tristis imago [Cuento] Manuel Romero de Terreros



                          Hablábamos, mi amigo y yo, de cosas indiferentes y triviales. El sol, próximo a desaparecer, arrojaba sobre la tierra una luz cálida y rojiza, y el bochorno que entraba por la abierta ventana parecía esparcirse por todo el aposento. Las columnillas de humo de nuestros cigarros subían hasta juntarse en ligeras nubes que iban anidando en los casetones del artesonado, y el damasco que cubría las paredes tomaba un tinte de color más rico que de costumbre.

                          La conversación empezó a languidecer, y llegó un momento en que ambos callamos, como si obedeciéramos algún misterioso mandato. Yo tenía cierto orgullo en aquella estancia, en que reuniera todo lo que poseía de mayor valor y más hondo afecto, y no era la primera vez que desde mi butaca paseaba la mirada sobre los muebles y cuadros que la adornaban. Rafael también gustaba de aquella colección y la elogiaba a menudo, de manera que no me sorprendió verlo recorrer con la vista aquel abigarrado conjunto de objetos. Enfrente de donde nos hallábamos sentados, pendía de la pared un retrato de busto de mi madre, ataviada según la moda del segundo Imperio. A pesar de la luz que por momentos iba apagándose, el retrato se destacaba muy bien, y se acentuaba en su rostro la inefable dulzura que el pintor había sabido reproducir fielmente.

                          No sé cuánto tiempo permanecimos en silencio. Repentinamente sentí una como ráfaga de melancolía y dirigí la mirada hacia el retrato. Me estremecí al verlo, y noté que mi amigo sufrió idéntica impresión. Nos miramos ambos, y él, poniéndose de pie, dijo en voz muy baja:

                          -¡Está llorando!

                          Yo asentí con la cabeza, y mi compañero con paso quedo, salió de la estancia y cerró la puerta tras sí, cuidadosamente.

                          Entonces yo, presa de grande angustia, me acerqué al retrato y vi que se animaba. Una nube de tristeza nubló el semblante de mi madre, y las lágrimas que brotaban de sus ojos cayeron con mayor abundancia. Se movieron sus labios y oí una vez más la voz que hacía veinte años enmudeciera.

                          -¡Hijo mío! ¡Siento una gran piedad por ti! El camino que tienes que recorrer es áspero y difícil, y grandes sufrimientos serán tuyos. Por eso es que siento tan grande piedad por ti. Nunca hagas a nadie partícipe de tus cuitas, ni a tu mejor amigo; guárdalas siempre para ti. Sé avaro de tus sentimientos; a nadie los digas. ¡Hijo mío, cuánta piedad siento por ti!

                          Las sombras de la noche penetraron casi repentinamente y pronto me envolvieron en densa obscuridad.

                          Por fin, después de no corto espacio de tiempo, encendí la luz y abrí la puerta. Rafael se hallaba en la galería, en el hueco de una ventana, y al verme, pareció despertar de un sueño.

                          -¡Rafael...! -exclamé; pero él me interrumpió, diciendo:

                          -¡No me digas nada; no, ni a mí que soy tu mejor amigo!

                          Y silenciosamente entramos de nuevo en el aposento. Con la luz artificial, las cosas todas presentaban su aspecto de costumbre, y el retrato de mi madre la dulzura inefable de su rostro. Debajo de él, sobre una mesa, se hallaba mi último soneto; lo tomé para leerlo a Rafael, y encontré que estaba humedecido y emborronado.

                          FIN
                          La puerta de bronce y otros cuentos, 1922
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                          Titulo y autor 
                          Tristis imago[Cuento. Texto completo]
                          Manuel Romero de Terreros



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                          Wikipedia -

                          Manuel Romero de Terreros - Wikipedia, la enciclopedia libre

                          es.wikipedia.org/wiki/Manuel_Romero_de_Terreros
                          Manuel Romero de Terreros y Vinent (Ciudad de México, 24 de mayo de 1880 - Ibídem, 18 de abril de 1968) fue un escritor, articulista, historiador y académico ...







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                          HA ENTRADO EN el BLOG/ARCHIVO de VRedondoF. Soy un EMPRESARIO JUBILADO que me limito al ARCHIVO de lo que me voy encontrando "EN LA NUBE" y me parece interesante. Lo intento hacer de una forma ordenada/organizada mediante los blogs gratuitos de Blogger. Utilizo el sistema COPIAR/PEGAR, luego lo archivo. ( Solo lo  INTERESANTE según mi criterio). Tengo una serie de familiares/ amigos/ conocidos (yo le llamo "LA PEÑA") que me animan a que se los archive para leerlo ellos después. Los artículos que COPIO Y PEGO EN MI ARCHIVO o RECOPILACIÓN (cada uno que le llame como quiera) , contienen opiniones con las que yo puedo o no, estar de acuerdo. ***** Cuando incorporo MI OPINION, la identifico CLARAMENTE,  con la unica pretension de DIFERENCIARLA del articulo original. ***** Mi correo electronico es vredondof(arroba)gmail.com por si quieres que publique algo o hacer algun comentario.
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                          La aventura de un automovilista - Italo Calvino,



                          Apenas salgo de la ciudad me doy cuenta de que ha oscurecido. Enciendo los faros. Estoy yendo en coche de A a B por una autovía de tres carriles, de ésas con un carril central para pasar a los otros coches en las dos direcciones. Para conducir de noche incluso los ojos deben desconectar un dispositivo que tienen dentro y encender otro, porque ya no necesitan esforzarse para distinguir entre las sombras y los colores atenuados del paisaje vespertino la mancha pequeña de los coches lejanos que vienen de frente o que preceden, pero deben controlar una especie de pizarrón negro que requiere una lectura diferente, más precisa pero simplificada, dado que la oscuridad borra todos los detalles del cuadro que podrían distraer y pone en evidencia sólo los elementos indispensables, rayas blancas sobre el asfalto, luces amarillas de los faros y puntitos rojos. Es un proceso que se produce automáticamente, y si yo esta noche me detengo a reflexionar sobre él es porque ahora que las posibilidades exteriores de distracción disminuyen, las internas toman en mí la delantera, mis pensamientos corren por cuenta propia en un circuito de alternativas y de dudas que no consigo desenchufar, en suma, debo hacer un esfuerzo particular para concentrarme en el volante.
                          He subido al coche inmediatamente después de pelearme por teléfono con Y. Yo vivo en A, Y vive en B. No tenía previsto ir a verla esta noche. Pero en nuestra cotidiana charla telefónica nos dijimos cosas muy graves; al final, llevado por el resentimiento, dije a Y que quería romper nuestra relación; Y respondió que no le importaba, que telefonearía en seguida a Z, mi rival. 


                          En ese momento uno de nosotros -no recuerdo si ella o yo mismo- cortó la comunicación. No había pasado un minuto y yo ya había comprendido que el motivo de nuestra disputa era poca cosa comparado con las consecuencias que estaba provocando. Volver a telefonear a Y hubiera sido un error; el único modo de resolver la cuestión era dar un salto a B, explicarnos con Y cara a cara. Aquí estoy pues en esta autovía que he recorrido centenares de veces a todas horas y en todas las estaciones, pero que jamás me había parecido tan larga.


                          Mejor dicho, creo que he perdido el sentido del espacio y del tiempo: los conos de luz proyectados por los faros sumen en lo indistinto el perfil de los lugares; los números de los kilómetros en los carteles y los que saltan en el cuentakilómetros son datos que no me dicen nada, que no responden a la urgencia de mis preguntas sobre qué estará haciendo Y en este momento, qué estará pensando. ¿Tenía intención realmente de llamar a Z o era sólo una amenaza lanzada así, por despecho? Si hablaba en serio, ¿lo habrá hecho inmediatamente después de nuestra conversación, o habrá querido pensarlo un momento, dejar que se calmara la rabia antes de tomar una decisión? Z vive en A, como yo; está enamorado de Y desde hace años, sin éxito; si ella lo ha telefoneado invitándolo, seguro que él se ha precipitado en el coche a B; por lo tanto también él corre por esta autovía; cada coche que me adelanta podría ser el suyo, y suyo cada coche que adelanto yo. Me es difícil estar seguro: los coches que van en mi misma dirección son dos luces rojas cuando me preceden y dos ojos amarillos cuando los veo seguirme en el retrovisor. En el momento en que me pasan puedo distinguir cuando mucho qué tipo de coche es y cuántas personas van a bordo, pero los automóviles en los que el conductor va solo son la gran mayoría y, en cuanto al modelo, no me consta que el coche de Z sea particularmente reconocible.


                          Como si no bastara, se echa a llover. El campo visual se reduce al semicírculo de vidrio barrido por el limpiaparabrisas, todo el resto es oscuridad estriada y opaca, las noticias que me llegan de fuera son sólo resplandores amarillos y rojos deformados por un torbellino de gotas. Todo lo que puedo hacer con Z es tratar de pasarlo, no dejar que me pase, cualquiera que sea su coche, pero no conseguiré saber si su coche está y cuál es. Siento igualmente enemigos todos los coches que van hacia A; todo coche más veloz que el mío que me señala afanosamente en el retrovisor con los faros intermitentes su voluntad de pasarme provoca en mí una punzada de celos; cada vez que veo delante de mí disminuir la distancia que me separa de las luces traseras de mi rival me lanzo al carril central con un impulso de triunfo para llegar a casa de Y antes que él.


                          Me bastarían pocos minutos de ventaja: al ver con qué prontitud he corrido a su casa, Y olvidará en seguida los motivos de la pelea; entre nosotros todo volverá a ser como antes; al llegar, Z comprenderá que ha sido convocado a la cita sólo por una especie de juego entre nosotros dos; se sentirá como un intruso. Más aún, quizás en este momento Y se ha arrepentido de todo lo que me dijo, ha tratado de llamarme por teléfono, o bien ha pensado como yo que lo mejor era acudir en persona, se ha sentado al volante y en este momento corre en dirección opuesta a la mía por esta autovía.


                          Ahora he dejado de atender a los coches que van en mi misma dirección y miro los que vienen a mi encuentro, que para mí sólo consisten en la doble estrella de los faros que se dilata hasta barrer la oscuridad de mi campo visual para desaparecer después de golpe a mis espaldas arrastrando consigo una especie de luminiscencia submarina. El coche de Y es de un modelo muy corriente; como el mío, por lo demás. Cada una de esas apariciones luminosas podría ser ella que corre hacia mí, con cada una siento algo que se mueve en mi sangre impulsado por una intimidad destinada a permanecer secreta; el mensaje amoroso dirigido exclusivamente a mí se confunde con todos los otros mensajes que corren por el hilo de la autovía; sin embargo, no podría desear de ella un mensaje diferente de éste.


                          Me doy cuenta de que al correr hacia Y lo que más deseo no es encontrar a Y al término de mi carrera: quiero que sea Y la que corra hacia mí, ésta es la respuesta que necesito, es decir, necesito que sepa que corro hacia ella pero al mismo tiempo necesito saber que ella corre hacia mí. La única idea que me reconforta es, sin embargo, la que más me atormenta: la idea de que si en este momento Y corre hacia A, también ella cada vez que vea los faros de un coche que va hacia B se preguntará si soy yo el que corre hacia ella, deseará que sea yo y no podrá jamás estar segura. Ahora dos coches que van en direcciones opuestas se han encontrado por un segundo uno junto al otro, un resplandor ha iluminado las gotas de lluvia y el rumor de los motores se ha fundido como en un brusco soplo de viento: quizás éramos nosotros, es decir, es seguro que yo era yo, si eso significa algo, y la otra podría ser ella, es decir, la que yo quiero que ella sea, el signo de ella en el que quiero reconocerla, aunque sea justamente el signo mismo que me la vuelve irreconocible. Correr por la autovía es el único modo que nos queda, a ella y a mí, de expresar lo que tenemos que decirnos, pero no podemos comunicarlo ni recibirlo mientras sigamos corriendo.


                          Es cierto que me he sentado al volante para llegar a su casa lo antes posible, pero cuanto más avanzo más cuenta me doy de que el momento de la llegada no es el verdadero fin de mi carrera. Nuestro encuentro, con todos los detalles accidentales que la escena de un encuentro supone, la menuda red de sensaciones, significados, recuerdos que se desplegaría ante mí -la habitación con el filodendro, la lámpara de opalina, los pendientes-, las cosas que yo diría, algunas seguramente erradas o equivocas, las cosas que diría ella, en cierta medida seguramente fuera de lugar o en todo caso no las que espero, todo el ovillo de consecuencias imprevisibles que cada gesto y cada palabra comportan, levantaría en torno a las cosas que tenemos que decirnos, o mejor, que queremos oírnos decir, una nube de ruidos parásitos tal que la comunicación ya difícil por teléfono resultaría aún más perturbada, sofocada, sepultada como bajo un alud de arena. Por eso he sentido la necesidad, antes que de seguir hablando, de transformar las cosas por decir en un cono de luz lanzado a ciento cuarenta por hora, de transformarme yo mismo en ese cono de luz que se mueve por la autovía, porque es cierto que una señal así puede ser recibida y comprendida por ella sin perderse en el desorden equívoco de las vibraciones secundarias, así como yo para recibir y comprender las cosas que ella tiene que decirme quisiera que sólo fuesen (más aún, quisiera que ella misma sólo fuese) ese cono de luz que veo avanzar por la autovía a una velocidad (digo así, a simple vista) de ciento diez o ciento veinte. Lo que cuenta es comunicar lo indispensable dejando caer todo lo superfluo, reducirnos nosotros mismos a comunicación esencial, a señal luminosa que se mueve en una dirección dada, aboliendo la complejidad de nuestras personas, situaciones, expresiones faciales, dejándolas en la caja de sombra que los faros llevan detrás y esconden. La Y que yo amo en realidad es ese haz de rayos luminosos en movimiento, todo el resto de ella puede permanecer implícito, mi yo que ella, mi yo que tiene el poder de entrar en ese circuito de exaltación que es su vida afectiva, es el parpadeo del intermitente al pasar otro coche que, por amor a ella y no sin cierto riesgo, estoy intentando.


                          También con Z (no me he olvidado para nada de Z) la relación justa puedo establecerla únicamente si él es para mí sólo parpadeo intermitente y deslumbramiento que me sigue, o luces de posición que yo sigo; porque si empiezo a tomar en cuenta su persona con ese algo -digamosde patético pero también de innegablemente desagradable, aunque sin embargo -debo reconocerlo-, justificable, con toda su aburrida historia de enamoramiento desdichado, su comportamiento siempre un poco esquivo... bueno, no se sabe ya adónde va uno a parar. En cambio, mientras todo sigue así, está muy bien: Z que trata de pasarme se deja pasar por mi (pero no sé si es él), Y que acelera hacia mí (pero no sé si es ella) arrepentida y de nuevo enamorada, yo que acudo a su casa celoso y ansioso (pero no puedo hacérselo saber, ni a ella ni a nadie).


                          Si en la autovía estuviera absolutamente solo, si no viera correr otros coches ni en un sentido ni en el otro, todo sería sin duda mucho más claro, tendría la certidumbre de que ni Z se ha movido para suplantarme, ni Y se ha movido para reconciliarse conmigo, datos que podría consignar en el activo o en el pasivo de mi balance, pero que no dejarían lugar a dudas. Y sin embargo, si me fuera dado sustituir mi presente estado de incertidumbre por semejante certeza negativa, rechazaría sin más el cambio. La condición ideal para excluir cualquier duda sería que en toda esta parte del mundo existieran sólo tres automóviles: el mío, el de Y, el de Z; entonces ningún otro coche podría avanzar en mi dirección sino el de Z, el único coche que fuera en dirección opuesta sería con toda seguridad el de Y. En cambio, entre los centenares de coches que la noche y la lluvia reducen a anónimos resplandores, sólo un observador inmóvil e instalado en una posición favorable podría distinguir un coche de otro, reconocer quizá quién va a bordo. Esta es la contradicción en que me encuentro: si quiero recibir un mensaje tendré que renunciar a ser mensaje yo mismo, pero el mensaje que quisiera recibir de Y -es decir, el mensaje en que se ha convertido la propia Ytiene valor sólo si yo a mi vez soy mensaje; por otra parte el mensaje en que me he convertido sólo tiene sentido si Y no se limita a recibirlo como una receptora cualquiera de mensajes, sino si es el mensaje que espero recibir de ella.


                          Ahora llegar a B, subir a la casa de Y, encontrar que se ha quedado allí con su dolor de cabeza rumiando los motivos de la disputa, no me daría ya ninguna satisfacción; si entonces llegara de improviso también Z se produciría una escena detestable; y en cambio si yo supiera que Z se ha guardado bien de ir, o que Y no ha llevado a la práctica su amenaza de telefonearle, sentiría que he hecho el papel de un imbécil. Por otra parte, si yo me hubiera quedado en A e Y hubiera venido a pedirme disculpas, me encontraría en una situación embarazosa: vería a Y con otros ojos, como a una mujer débil que se aferra a mí, algo entre nosotros cambiaría. No consigo aceptar ya otra situación que no sea esta transformación de nosotros mismos en el mensaje de nosotros mismos. ¿Pero y Z? Tampoco Z debe escapar a nuestra suerte, tiene que transformarse también en mensaje de sí mismo, cuidado si yo corro a casa de Y celoso de Z, si Y corre a mi casa arrepentida para huir de Z, mientras que Z no ha soñado siquiera con moverse de su casa...


                          A medio camino en la autovía hay una estación de servicio. Me detengo, corro al bar, compro un puñado de fichas, marco el afijo telefónico de B, el número de Y. Nadie responde. Dejo caer la lluvia de fichas con alegría: es evidente que Y no ha podido dominar su impaciencia, ha subido al coche, ha corrido hacia A. Ahora vuelvo a la autovía al otro lado, corro hacia A yo también. Todos los coches que paso, o todos los coches que me pasan, podrían ser Y. En el carril opuesto todos los coches que avanzan en sentido contrario podrían ser Z, el iluso. O bien: también Y se ha detenido en una estación de servicio, ha telefoneado a mi casa en A, al no encontrarme ha comprendido que yo estaba yendo a B, ha invertido la dirección. Ahora corremos en direcciones opuestas, alejándonos, el coche que paso, que me pasa, es el de Z que a medio camino también ha tratado de telefonear a Y...


                          Todo es aún más incierto pero siento que he alcanzado un estado de tranquilidad interior: mientras podamos controlar nuestros números telefónicos y no haya nadie que responda, seguiremos los tres corriendo hacia adelante y hacia atrás por estas líneas blancas, sin puntos de partida o de llegada inminentes, atestados de sensaciones y significados sobre la univocidad de nuestro recorrido, liberados por fin del espesor molesto de nuestras personas y voces y estados de ánimo, reducidos a señales luminosas, único modo de ser apropiado para quien quiere identificarse con lo que dice sin el zumbido deformante que la presencia nuestra o ajena transmite a lo que decimos.


                          El precio es sin duda alto pero debemos aceptarlo: no podemos distinguirnos de las muchas señales que pasan por esta carretera, cada una con un significado propio que permanece oculto e indescifrable porque fuera de aquí no hay nadie capaz de recibirnos y entendernos..
                          FIN
                          Los amores difíciles, 1970
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                          Titulo y autor -La aventura de un automovilista
                          Italo Calvino

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                          Wikipedia -

                          Italo Calvino - Wikipedia, la enciclopedia libre

                          es.wikipedia.org/wiki/Italo_Calvino

                          Italo Giovanni Calvino Mameli más conocido como Italo Calvino (Santiago de Las Vegas, Provincia de La Habana, Cuba, 15 de octubre de 1923 - Siena, Italia, ...







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                          HA ENTRADO EN el BLOG/ARCHIVO de VRedondoF. Soy un EMPRESARIO JUBILADO que me limito al ARCHIVO de lo que me voy encontrando "EN LA NUBE" y me parece interesante. Lo intento hacer de una forma ordenada/organizada mediante los blogs gratuitos de Blogger. Utilizo el sistema COPIAR/PEGAR, luego lo archivo. ( Solo lo  INTERESANTE según mi criterio). Tengo una serie de familiares/ amigos/ conocidos (yo le llamo "LA PEÑA") que me animan a que se los archive para leerlo ellos después. Los artículos que COPIO Y PEGO EN MI ARCHIVO o RECOPILACIÓN (cada uno que le llame como quiera) , contienen opiniones con las que yo puedo o no, estar de acuerdo. ***** Cuando incorporo MI OPINION, la identifico CLARAMENTE,  con la unica pretension de DIFERENCIARLA del articulo original. ***** Mi correo electronico es vredondof(arroba)gmail.com por si quieres que publique algo o hacer algun comentario.
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