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                          La última aventura de Pepe el Muelas - A. Pérez-Reverte




                          Me cuentan que se murió mi paisano El Muelas. Un par de veces, al referirme aquí a él, lo llamé Paco, por aquello de ‘serrar' un poquillo camuflando pistas. En realidad se llamaba Pepe Muela, con el apellido en singular. Jubilado. Dejó de fumar y de todo lo demás hace casi dos años, pero yo acabo de enterarme. Palmó, según cuentan, con genio y figura hasta las últimas. He telefoneado a mis compadres Ángel Ejarque y Antonio Carnera, viejos colegas de oficio, que lo conocían y respetaban. Un clásico, ha dicho Ángel. Era un maestro y un clásico. Y Carnera, de profesional a profesional -quizá recuerden su famoso timo del abrigo de visón y la torda del Pasapoga- lo ha definido como un genio y un aristócrata de la calle. El inventor del timo del telémetro. El hombre que pasó a la historia de la delincuencia por la venta legendaria, en los años cuarenta, del tranvía 1001: una estafa que, si en España hubiera escuela oficial de timadores, figuraría en el prólogo de todos los libros de texto.

                          Era de Cartagena, he dicho. A lo mejor porque nació en una ciudad trimilenaria, vieja, mediterránea y sabia, Pepe Muela tuvo siempre una filosofía vital singular. Vivió a su aire, tangando por naturaleza y por oficio. Nunca ejerció la violencia en el curro: todo era a base de talento y mojarra. Estaba dotado para el timo y para trajinar pringados lo mismo que otros lo están para la música, las matemáticas o la política. Fue fiel a sí mismo: un estafador de cuerpo entero hasta el final, cuando con ochenta y dos tacos de calendario, que ya son años, aún tenía arte y labia para engañar al médico que le expedía el certificado del carnet de conducir, o se llevaba al huerto a los contertulios de toda la vida, jubilados como él, ganándoles con trampas al dominó los cupones de la ONCE. Al principio, su nuera se enfadaba cuando Pepe se ponía a contarles peripecias a los nietos. No le hagáis caso al abuelito, decía. Son chistes e inventos. Pero los enanos no tenían un pelo de tontos. Sabían de qué iba el asunto y escuchaban aquellas aventuras sin escandalizarse, como se escucha a los abuelos que saben contar las cosas: con interés, benevolencia y cierto cariñoso escepticismo.

                          En sus tiempos de señorío y magisterio callejero, Pepe Muela hizo cientos de timos que no fueron tan sonados como el del tranvía o el de la Cibeles -que estuvo a punto de vender pieza por pieza a un turista millonario norteamericano-, jugando casi siempre con la avaricia, la estupidez o la ambición de los pringados. «Sin la complicidad de otro sinvergüenza, que es la víctima -solfa decir-, rara vez funciona esto». Hacía una estampita, un nazareno o un tocomocho con la misma naturalidad con que otros se anudan la corbata; pero eso era para las cañas. Lo suyo eran las estafas complicadas, a varias bandas, que requerían imaginación y logística. Toda su vida fue una inmensa estafa, de cabo a rabo. Nunca dio palo al agua, ni trabajó, ni cumplió otras leyes que las de la calle y las de sus colegas, ni en su vida aforó un arbitrio o una tasa, excepto el IVA, que se le clavaba en el alma porque venía con los precios, y ahí no encontró manera de endiñarla. Tampoco tuvo remordimientos. Sostenía que los mayores estafadores son los políticos, desde cualquier presidente de gobierno hasta el último concejal de pueblo. “El que ni roba ni folla – solía decir- es porque no tiene dónde». Haber sido militar, en sus tiempos, le daba un barniz de señorío y autoridad muy útil profesionalmente: lo que él llamaba el don. «Para todo hay que tener don en esta vida», era otra de sus frases. Había luchado en la guerra civil española -en los dos bandos, por supuesto-, y cerca de la junquera se le escapó por los pelos el tesoro republicano; de modo que, tal vez para probar con el oro de Moscú, se fue a Rusia con la División Azul y se las arregló para volver de teniente. Usó hasta el final sombrero, traje, corbata y zapatos de tafilete. Tuvo suerte: su hijo, nuera y nietos no comulgaban con sus ideas ni su carácter, pero lo adoraban y lo cuidaron en la vejez. Siempre quiso volver a su tierra, así que llevaron sus cenizas a Cala Cortina y las echaron al mar. En la esquela, cuyo texto fue elegido al azar por la empresa funeraria, puede leerse: «Dulce es morir cuando se ha sabido vivir bien. Busqué reposo en el cielo. Allí os espero». De saberlo, se habría tronchado de risa. Quienes lo conocieron podrían pensar que lo dejó escrito. Y hasta lo del cielo es posible. Quizás, apenas llegado al Purgatorio con miles de años de condena por delante, El Muelas se las arregló para estafarle a alguien unas indulgencias plenarias.

                          26 de enero de 2003
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                          Titulo y autor -

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                          La última aventura de Pepe el Muelas

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                          Si te ha gustado lo mejor que debes hacer es ir a su blog/pagina.*****En mi blog no puedes dejar comentarios , pero si en el del autor. ********HA ENTRADO EN el BLOG/ARCHIVO de VRedondoF. Soy un EMPRESARIO JUBILADO que me limito al ARCHIVO de lo que me voy encontrando "EN LA NUBE" y me parece interesante. Lo intento hacer de una forma ordenada/organizada mediante los blogs gratuitos de Blogger. Utilizo el sistema COPIAR/PEGAR, luego lo archivo. ( Solo lo INTERESANTE según mi criterio). Tengo una serie de familiares/ amigos/ conocidos (yo le llamo "LA PEÑA") que me animan a que se los archive para leerlo ellos después. Los artículos que COPIO Y PEGO EN MI ARCHIVO o RECOPILACIÓN (cada uno que le llame como quiera) , contienen opiniones con las que yo puedo o no, estar de acuerdo. ******** Cuando incorporo MI OPINIÓN, la identifico CLARAMENTE, con la única pretensión de DIFERENCIARLA del articulo original. ***** Mi correo electrónico es vredondof (arroba) gmail.com por si quieres que publique algo o hacer algún comentario.***** Por favor! Si te ha molestado el que yo haya publicado algún artículo o fotografía tuya, ponte en contacto conmigo (vredondof - arroba - gmail.com ) para solucionarlo o retirarlo 
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                          Cuentos Tradicionales de Leon 1




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                          Cuentos Tradicionales Leon 1 sitio
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                          Cuentos Leoneses - recopilacion de Julio Camarena
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                          Si te ha gustado lo mejor que debes hacer es ir a su blog/pagina.*****En mi blog no puedes dejar comentarios , pero si en el del autor. ********HA ENTRADO EN el BLOG/ARCHIVO de VRedondoF. Soy un EMPRESARIO JUBILADO que me limito al ARCHIVO de lo que me voy encontrando "EN LA NUBE" y me parece interesante. Lo intento hacer de una forma ordenada/organizada mediante los blogs gratuitos de Blogger. Utilizo el sistema COPIAR/PEGAR, luego lo archivo. ( Solo lo INTERESANTE según mi criterio). Tengo una serie de familiares/ amigos/ conocidos (yo le llamo "LA PEÑA") que me animan a que se los archive para leerlo ellos después. Los artículos que COPIO Y PEGO EN MI ARCHIVO o RECOPILACIÓN (cada uno que le llame como quiera) , contienen opiniones con las que yo puedo o no, estar de acuerdo. ******** Cuando incorporo MI OPINIÓN, la identifico CLARAMENTE, con la única pretensión de DIFERENCIARLA del articulo original. ***** Mi correo electrónico es vredondof (arroba) gmail.com por si quieres que publique algo o hacer algún comentario.***** Por favor! Si te ha molestado el que yo haya publicado algún artículo o fotografía tuya, ponte en contacto conmigo (vredondof - arroba - gmail.com ) para solucionarlo o retirarlo 
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                          El pie de Jaipur’



                          UNA DE AVENTURAS
                          El pie de Jaipur’ debería leerla todo el mundo porque trata de lo importante que es «lo que hacemos con lo que nos queda». O sea, de superación de frustraciones




                          E1 primer libro de Javier Moro, Senderos de libertad, se desarrollaba en la Amazonia y tenía como personaje central a Chico Mandes, el gran líder ecologista asesinado, aunque, en cierto modo, era una obra coral: muchas víctimas alzaban su voz, y la propia tierra hablaba por sus heridas. Casi tres años más tarde publica El pie de Jaipur (Planeta / Seix Barral), que también es cosa de muchos. Moro es uno de esos escritores ágiles y precisos, que viven su profesión como una intensa forma de comunicarse: la elección de los temas y la investigación exhaustiva a que los somete le lleva a conocer realidades, gente y paisajes que luego condensa en libro, efectuando otra vez el viaje, pero esta vez en nuestra dirección, esta vez trayendo sus experiencias hasta depositarias ante nosotros. A sus años —apenas tiene cuarenta— y con sus ganas de moverse, si le interesaran menos las personas, escribiría best sellers de brillantes peripecias, y no me cabe duda de que, fácilmente, se colgaría de lo alto de las listas de ventas. Pero prefiere otras epopeyas, y así no le va mal: Senderos conoció una amplia difusión y El pie de Jaipur debería leerla todo el mundo porque trata, como alguno de los múltiples seres reales que lo pueblan dice en algún momento, de lo importante que es “lo que hacemos con lo que nos queda”. O sea, de superación de frustraciones.

                          En abril de 1984, en la habitación 306 del primer centro de atención medular de Francia, Propara, situado en Montpel
                          lier, tuvo lugar el encuentro entre los dos hombres que forman el dibujo central del amplio fresco tramado por Moro. Uno era francés, Christophe, un muchacho burgués que se había desnucado al arrojarse al mar, y a quien los médicos habían augurado pocas esperanzas y ninguna calidad de vida: había quedado tetrapléjico. El otro era Song Tak, un camboyano que tenía 13 años cuando los jemeres rojos entraron en Phnom Penh e implantaron su ley de terror. Después de haberlo perdido todo de la manera más brutal, Song Tak, como consecuencia de una violenta caída, sufría ahora de un quiste medular que, poco a poco, le había impedido andar. Ocho años más tarde, ambos hombres se encuentran entre los primeros corredores que llegan a la meta en el maratón de los Juegos Paralímpicos de Barcelona. 

                          Pero el libro no es sólo la narración, tensa y conmovedora, de lo que lleva a estos dos hombres a sacar el mejor partido de lo que les quedó tras sus respectivos accidentes. En este caso, poco aportaría al ya trillado género de “cómo superar”, etcétera, tan apreciado en Estados Unidos. Aquí, con las vidas de esos jóvenes como excusa se rastrea hacia adelante y hacia atrás, hacia afuera y hacia adentro, de forma que los tipos humanos que van surgiendo reconstruyen un mundo que resulta tan fascinante como desconocido, que sólo frecuentan quienes han tenido la desgracia de perderse en la inmovilidad.
                          Sacando del canasto las cerezas, una tras otra, Moro noveliza, sin dejar de informar. no sólo la lucha por la vida llevada a unos extremos que la mayor parte de nosotros ni siquiera se atreve a presentir: entra en lo desconocido. En lo que hay detrás de cuanto se destruye día a día: las organizaciones no gubernamentales, las personas individuales, los grupos de amigos, la gente corriente que trata de remediar el horror que la ha precedido. Los médicos que no se someten a la desesperanza . 

                          Leyendo
                          El pie de Jaipur —que es el nombre que recibe la prótesis, barata y práctica, inventada por el doctor Sheti para responder a las numerosas mutilaciones del Tercer Mundo, y que aquí se convierte en el símbolo de la solidaridad—he recordado a gente que he ido encontrando por ahí y que, durante la lectura, volvieron a aflorar en mi conciencia.
                          El cirujano griego que actuaba en campos palestinos y que defendía la necesidad de que los médicos estudiaran la carrera en un país subdesarrollado, “para aprender a trabajar con lo que hay”; la joven de Handicap International que, en un campo de refugiados somalíes en el borde interior de Etiopía, mantenía un pequeño taller de prótesis de madera. Los operarios, tullidos por las minas, que trabajaban sin descanso para aliviar en algo a sus compatriotas, obligados a arrastrarse por los suelos. 

                          La mezcla de escenarios, la suma de personajes, la denuncia de intereses bastardos, la numerosa información práctica, la profundización sicológica y, sobre todo, el tierno humor que hay en sus páginas hacen de este libro una lectura indispensable.
                          Ya he dicho que trata de la aventura de vivir, que es la más apasionante de todas, y aún más: consiste en acercarse a ese más difícil todavía que es vivir con lo que queda.
                          “Durante mi investigación”, escribe Moro, “me di cuenta de que los personajes de
                          El pie de Jaipur iluminan nuestra existencia como un faro el mar oscuro.
                          Representan el valor y la esperanza; son un símbolo de la pasión vivir”.
                          Anoche acabé el libro y me puse a mirar una de James Bond en la
                          tele . De repente vi a Roger Moore lanzándose con esquíes por encima de un automóvil. Imagínate que se rompe algo, me dije. Y pensé que entonces empezaría la más rocambolesca y difícil aventura de 007. 
                          **



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                          Wikipedia -

                          El pie de Jaipur - Javier Moro - Google Libros  

                          books.google.es/books/about/El_pie_de_Jaipur.html?...Compartir
                          En 1984, un joven estudiante víctima de un grave accidente coincide en una clínica del sur de Francia con un camboyano, superviviente de la época de los ...


                          1. Jaipur - Wikipedia, la enciclopedia libre  

                            es.wikipedia.org/wiki/JaipurCompartir
                            Jaipur (en hindi जयपुर), conocida también como la ciudad rosa, es la capital del estado de Rajastán en la India. Su población en el año 2003 era de 2,7 ...
                          2. Jaipur, Rajastán, India

                             maps.google.es
                            Jaipur, Rajastán, India
                          3. Imágenes de jaipur

                             - Informar sobre las imágenes
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                          Cuentos Leoneses - recopilacion de H.Garcia Luengo.




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                          Cuentos Leoneses
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                          Cuentos Leoneses - recopilacion de H.Garcia Luengo.
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                          La perla [Cuento] Yukio Mishima





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                          El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.Estas señoras integraban la sociedad "Guardemos nuestras edades en secreto" y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta clase.

                          Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.
                          Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.

                          Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.

                          El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de sus amigas. Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y apagar las velas de la torta. Todas se congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la complicada tarea de encender cuarenta y tres velitas.

                          Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada capacidad pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y su apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.

                          Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo tiempo.
                          La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas de cumpleaños.

                          En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su boca.

                          Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría que correspondía, comieron sus porciones.

                          Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado con anticipación en una confitería de bastante renombre y todas coincidieron en que su gusto era excelente.

                          La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto, y con un dejo de ansiedad, recordó la perla que había dejado sobre la mesa. Con disimulo se levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a buscarla. La perla había desaparecido. Sin embargo, estaba segura de haberla dejado allí. La señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su búsqueda y su intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la advirtieron.

                          -No es nada... Un segundo, por favor... -repuso a las cariñosas preguntas de sus amigas.

                          Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las invitadas se pusieron de pie y revisaron el mantel y el piso.

                          La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación era francamente deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de casa capaz de crear una situación tan desagradable por el extravío de una perla.

                          La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con una sonrisa heroica, dijo:
                          -¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me acabo de comer! Cuando me sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yo la levanté y me la tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba un poco en mi garganta. Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría en devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una operación; pero como se trata simplemente de una perla, no puedo sino pedirte perdón.
                          Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban y se la comió.

                          -Mmmm -comentó-, ¡ésta tiene gusto a perla!
                          En esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre bromas y, en medio de la risa general, quedó totalmente olvidado.

                          Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto deportivo, llevando con ella a su íntima amiga y vecina, la señora Kasuga. Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo:
                          -¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla, ¿no es cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.

                          Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más amistosa que fuera la intención, para la señora Kasuga una acusación infundada era una acusación infundada. No recordaba bajo ningún concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La señora Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la comida. Bastaba con que apareciera un cabello en su plato, para que, inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.

                          -Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga con voz débil mientras estudiaba el rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría haber hecho algo semejante!
                          -No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. Cambiaste de color y ello fue suficiente para mí.
                          La confesión de la señora Azuma parecía cerrar el incidente del cumpleaños; pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.

                          Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su inocencia, la asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera estar alojada en alguna parte de sus intestinos. Era, desde luego, poco probable que se hubiera tragado una perla en vez de una bolita de azúcar, pero, en medio de la confusión general causada por la charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo menos esa posibilidad.

                          Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero no pudo recordar ningún momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus labios. Después de todo, si había sido un acto subconsciente, sería difícil recordarlo.
                          La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su imaginación la llevó hacia otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el cuerpo de uno, no cabe duda de que -quizás un poco disminuido su brillo por los jugos gástricos- en uno o dos días es fácil recuperarla.

                          Y junto a este pensamiento, las intenciones de la señora Azuma se volvieron transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la señora Azuma había vislumbrado el mismo problema con incomodidad y vergüenza y, por lo tanto, pasando su responsabilidad a otro, había dejado entrever que cargaba con la culpa del asunto para proteger a una amiga.

                          Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que vivían en la misma dirección, retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el coche, la señora Matsumura abrió la cartera para retocar su maquillaje, recordando que no lo había hecho durante toda la reunión.
                          Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras algo rodaba hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de los dedos, la señora Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que se trataba de la perla.
                          La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo atrás sus relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser cordiales y no deseaba compartir aquel descubrimiento que podía tener consecuencias tan poco agradables para ella.
                          Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la ventanilla y no pareció darse cuenta del súbito sobresalto de su acompañante.

                          Sorprendida por los acontecimientos, la señora Matsumura no se detuvo a pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino que, inmediatamente, quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era prácticamente imposible, pensó, cometer un acto semejante aun en un momento de distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que correspondía hacer era devolver la perla inmediatamente. De lo contrario, hubiera sentido un gran cargo de conciencia. Además, el hecho de que se tratara de una perla -o sea, un objeto que no era ni demasiado barato ni demasiado caro- contribuía a hacer su posición más ambigua.

                          Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, no se enterara del imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en especial cuando todo había quedado tan bien solucionado gracias a la generosidad de la señora Azuma.

                          La señora Matsumura decidió que le era imposible permanecer ni un minuto más en aquel taxi y, pretextando una visita a un familiar, pidió al conductor que se detuviera en medio de un tranquilo suburbio residencial.

                          Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se sorprendió un poco por la brusca determinación tomada por la señora Matsumura a consecuencia de su broma. Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio y, en aquel preciso momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.

                          En el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había sido la primera en recibir su parte de torta. Había agregado a su plato una bolita plateada que había rodado sobre la mesa y al volver a su asiento antes que las demás, advirtió que la bolita en cuestión era una perla. En el mismo momento de descubrirlo, concibió un plan malicioso.
                          Mientras las demás invitadas se preocupaban por la torta, deslizó la perla dentro del bolso que aquella hipócrita e insufrible señora Matsumura había dejado sobre la silla vecina.

                          Desamparada, en el barrio residencial donde había pocas probabilidades de conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó a oscuras reflexiones acerca de su posición.

                          En primer lugar, aun cuando fuera absolutamente necesario para descargo de su conciencia, sería una vergüenza ir a removerlo todo de nuevo cuando las demás habían llegado a tales extremos para arreglar las cosas satisfactoriamente. Por otra parte, sería peor si, con tal proceder, hiciera recaer injustas sospechas sobre ella misma.

                          No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba en devolver la perla, desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día siguiente (el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la devolución daría lugar a dudas y especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una insinuación acerca de esta posibilidad.
                          Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora Matsumura concibió el plan magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al mismo tiempo, la libraría del riesgo de exponerse a injustas sospechas.

                          Aceleró el paso y, al llegar a una calle más transitada, llamó a un taxi y ordenó al conductor llevarla a un conocido negocio de perlas en Ginza. Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una algo más grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la compra, volvió hasta la casa de la señora Sasaki.

                          El plan de la señora Matsumura era entregar la perla recién comprada a la señora Sasaki, diciéndole que la había encontrado en el bolsillo de su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y, después, intentaría hacerla calzar en el anillo. Al tratarse de una perla de distinto tamaño no coincidiría con el anillo, y la señora Sasaki, desconcertada, intentaría devolverla, cosa que no pensaba aceptar la señora Matsumura.

                          La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se comportaba así para proteger a otra persona: "Sin duda la señora Matsumura ha visto robar la perla por una de las otras tres señoras. Será, pues, mejor olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis invitadas puedo estar segura de que la señora Matsumura está totalmente exenta de culpa. ¿Quién ha oído jamás que un ladrón robe algo y luego lo reemplace por algo similar y de mayor valor?"

                          Con esta estratagema la señora Matsumura se proponía escapar para siempre de la infamia de la sospecha y de igual manera -mediante un pequeño desembolso- de los remordimientos de una conciencia intranquila.
                          Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la señora Kasuga seguía sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma. Para librarse de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar antes del día siguiente, pues si no sería demasiado tarde. Para probar realmente que no había comido la perla, era, pues, necesario que la perla apareciera de alguna manera.

                          En resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la señora Azuma, por lo menos su inocencia respecto a la hipótesis gastronómica quedaría firmemente demostrada.

                          Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las arreglara para mostrar la perla, se interpondría inevitablemente la vergonzosa e innombrable sospecha.
                          La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó apresuradamente su domicilio al cual acababa de regresar e inspirada por el coraje que confiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza donde eligió y compró una perla que, a su parecer, era más o menos del mismo tamaño que las bolitas plateadas de la torta.

                          Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, al volver a su casa, había descubierto entre los pliegues del moño de su faja la perla perdida por la señora Sasaki y que le causaba cierta vergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan amable la señora Azuma como para acompañarla lo más pronto posible?
                          Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que aquella historia era poco verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena amiga, accedió a él.

                          La señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la señora Matsumura y, asombrada de que no se ajustara a su anillo, pensó, agradecida, exactamente lo que la señora Matsumura había deseado que pensara.

                          Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde llegó la señora Kasuga, acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra perla.

                          La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita anterior, pero se contuvo a último momento y aceptó la segunda perla tan tranquilamente como pudo. No dudaba de que ésta se ajustaría al engarce y, tan pronto como partieron sus amigas, se apuró a probarla en el anillo.

                          Era demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la señora Sasaki enmudeció.

                          En el viaje de regreso ambas señoras se encontraron frente a la imposibilidad de saber lo que pensaba la otra, y aunque sus encuentros solían ser alegres y locuaces, en aquella oportunidad cayeron en un largo silencio.

                          La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento del asunto, sabía a ciencia cierta que no se había tragado la perla.

                          Había sido simplemente para eludir una situación embarazosa para todas que, en la fiesta, se había declarado culpable. En especial, la había guiado el deseo de aclarar la situación de una amiga que, por su inquietud, había transmitido cierta sensación de culpabilidad. ¿Qué podía pensar ahora? Más allá de la peculiar actitud de la señora Kasuga y del procedimiento de hacerse acompañar por ella para devolver la perla, presentía algo mucho más profundo. Quizá la intuición de la señora Azuma había ubicado el punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la acorralaba transformando una cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden mental.

                          Por su parte, la señora Kasuga todavía abrigaba sospechas de que la señora Azuma se hubiera tragado realmente la perla y de que su confesión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resultaría imperdonable de parte de la señora Azuma haberse burlado de ella tan cruelmente. Su timidez había contribuido a la sensación de pánico que la había impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más de gastar una buena suma. ¿No era entonces una maldad de parte de la señora Azuma, después de todo ello, negarse a confesar que había comido la perla? Si la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel, aparecería ante sus ojos como el más ridículo de los actores de segundo orden.
                          Pero retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de casa de la señora Sasaki y después de haberla obligado a aceptar la perla, la señora Matsumura se sintió algo más tranquila y pudo analizar, detalle por detalle, los acontecimientos del incidente.

                          Estaba segura, al levantarse en busca de su trozo de torta, de haber dejado su cartera sobre la silla. Luego, al comerla, había empleado servilletas de papel, con lo que se descartaba la necesidad de abrir el bolso en busca de un pañuelo. Cuanto más lo pensaba, menos recordaba haber abierto su cartera hasta el momento de empolvarse en el taxi. ¿Cómo era posible, entonces, que la perla se hubiera introducido en un bolso cerrado?

                          En aquel momento comprendió la tontería de no haber tenido en cuenta ese simple detalle en vez de atemorizarse al encontrar la perla. Llegada a este punto de su razonamiento, un súbito pensamiento la dejó atónita. Alguien había colocado la perla en su bolso con absoluta premeditación, a fin de comprometerla. Y de las cuatro invitadas a la reunión, la única que podía haberlo hecho era, sin duda, la detestable señora Yamamoto.
                          Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura fue hasta la casa de la señora Yamamoto.

                          Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo inmediatamente lo que la había llevado hasta allí y preparó su defensa.

                          Desde el primer instante, el interrogatorio de la señora Matsumura fue inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no aceptaría evasivas.

                          -Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa -comenzó la señora Matsumura.


                          -¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si vienes a echarme esto en cara, es porque tienes todos los elementos de juicio, ¿no es cierto? -la señora Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.

                          La señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al echarse las culpas por lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna relación con tan ruin proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga, no tenía las agallas necesarias para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una sola incógnita: la señora Yamamoto.

                          Ésta guardó silencio con la boca cerrada como una ostra. Frente a ella, la perla traída por la señora Matsumura brillaba suavemente. El té de Ceilán que había preparado tan cuidadosamente comenzaba a enfriarse.

                          -No pensaba que me odiaras tanto -la señora Yamamoto se enjugó las comisuras de los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura estaba resuelta a no dejarse ablandar por las lágrimas.

                          -Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir -continuó la señora Yamamoto-. No voy a mencionar nombres, pero una de las invitadas...

                          -¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la señora Azuma?
                          -Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como te decía, una de las invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en él cuando yo, inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi desconcierto! Aun cuando me hubiera sentido capaz de prevenirte, no habría siquiera tenido la oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más palpitaciones. Y en el viaje en el taxi... ¡oh, qué horror no poder hablarte! Si hubiéramos sido buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto...

                          -Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás echando hábilmente las culpas a las señoras presentes, ¿verdad?

                          -¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis sentimientos? Sólo quería evitar el herir a alguien...
                          -Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es cierto? Por lo menos podrías haber mencionado todo esto en el taxi.

                          -Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras tenido la franqueza de mostrarme la perla cuando la encontraste en tu cartera. Preferiste, en cambio, bajar del coche sin decir una palabra!
                          Por primera vez la señora Matsumura no supo qué contestar.
                          -¿Comprendes, entonces, lo que quise hacer? Lo importante era no herir a nadie.
                          La señora Matsumura se sintió invadida por una intensa ira.

                          -Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, voy a pedirte que las repitas esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y en mi presencia.
                          Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.
                          -Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a nadie fracasarán... -sollozó.

                          Para la señora Matsumura era una experiencia nueva verla llorar y, aunque se repitió firmemente que no iba a dejarse engañar por aquellas lágrimas, no pudo evitar el pensamiento de que, al no probarse nada concreto, quizás podría haber algo de verdad en las afirmaciones de la señora Yamamoto.

                          Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la señora Yamamoto como cierto, el rehusarse a revelar el nombre de la culpable traslucía cierta grandeza de alma. Y, de la misma manera, tampoco se podía asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida señora Kasuga no pudiera sentirse inclinada a realizar un acto malicioso. Del mismo modo, el indudable rechazo existente entre ella y la señora Yamamoto podía, según se miraran las cosas, ser considerado como un atenuante en la culpa de la señora Yamamoto.

                          -Tenemos naturalezas diferentes -continuó la señora Yamamoto entre lágrimas- y no puedo negar que hay en ti ciertas cosas que no me gustan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que puedas sospechar que necesito valerme de una artimaña tan baja contra ti... No obstante, pensándolo mejor, el someterme a tus acusaciones será la mejor forma de demostrar lo que he sentido hasta ahora en todo este asunto. En esta forma, yo sola cargaré con la culpa y nadie más se sentirá herido.

                          Una vez concluido este discurso patético, la señora Yamamoto inclinó su cabeza sobre la mesa y se abandonó a un llanto incontrolable.

                          Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a reflexionar sobre lo impulsivo de su propio comportamiento. Al dejarse cegar por su antipatía hacia la señora Yamamoto, había perdido la serenidad indispensable para manejar su castigo.

                          Cuando, después de sollozar prolongadamente, la señora Yamamoto alzó la cabeza nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su rostro se hizo visible aun para su visitante.

                          Un poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa contra el respaldo de la silla.
                          -Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando desaparezca, todo permanecerá como antes.

                          Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió su hermosa cabellera y clavó una mirada terrible, aunque fascinante, sobre la mesa. En un segundo, tomó la perla que estaba frente a ella y, con gran determinación, se la metió en la boca. Alzando la taza con el meñique elegantemente estirado, se tragó la perla con un sorbo de té de Ceilán frío.

                          La señora Matsumura la observaba con espantada fascinación. Todo había sucedido sin darle tiempo a protestar. Era la primera vez que veía a alguien tragarse una perla. Además, en la conducta de la señora Yamamoto había algo de la desesperación que se supone puede embargar a quienes ingieren un veneno.
                          Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era más que un incidente conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no sólo su enojo se había disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la señora Yamamoto la hacían considerarla ahora como a una santa.

                          Los ojos de la señora Matsumura también se llenaron de lágrimas y tomó la mano de la señora Yamamoto.
                          -Te ruego que me perdones -dijo-, me he equivocado.
                          Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus dedos y juraron ser, desde aquel momento, las mejores amigas.

                          Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes relaciones entre la señora Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado notablemente y de que la señora Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su vieja y sólida amistad, no pudo explicarse las cosas y se limitó a pensar que todo era posible en este mundo.

                          Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados escrúpulos, la señora Sasaki pidió a un joyero que remodelara su anillo en un formato en el cual se pudieran engarzar dos nuevas perlas, una grande y una chica, y lo usó sin complejos, sin ulteriores incidentes.

                          Al poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel cumpleaños, y cuando alguien se interesaba por su edad, contestaba con las eternas mentiras de siempre.
                          FIN
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                          Titulo y autor La perla[Cuento. Texto completo]
                          Yukio Mishima
                          **
                          Wikipedia 

                          Yukio Mishima - Wikipedia, la enciclopedia libre  

                          es.wikipedia.org/wiki/Yukio_MishimaCompartir
                          Yukio Mishima (三島由紀夫, Mishima Yukio), cuyo verdadero nombre era Kimitake Hiraoka (平岡公威, Kimitake Hiraoka), (Tokio, Japón, 14 de enero de 1925 ...


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