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                          ¿Por qué perdimos la guerra? Diego Abad de Santillán (1940)









                          I
                          La guerra española de 1936-39. — Las causas fundamentales de su desenlace.— Predicando en el desierto. — La fábula de Salomón.

                          Es la primera vez que hemos sido vencidos en la larga lucha por el progreso económico y social de España en tanto que movimiento revolucionario moderno; para encontrar en nuestra historia otra derrota auténtica tenemos que remontarnos a los campos de batalla de Villalar en el primer tercio del siglo XVI. Como el ave Fénix de sus cenizas, así nos habíamos repuesto siempre de todos los descalabros, superando momentos terriblemente dramáticos de inquisición política y religiosa, dejando girones de carne palpitante en las garras del enemigo. El hambre y las persecuciones, las cárceles y presidios, las torturas y los asesinatos, todo fue impotente para humillarnos, para vencernos. Los que caían en la brega eran sustituidos de inmediato por nuevos combatientes. Se sucedían las generaciones en un combate sin tregua donde lo más florido, lo más generoso e inteligente de un pueblo moría con la sonrisa en los labios, desafiando a los poderes de las tinieblas y de la esclavitud, puesta la esperanza en el triunfo de la justicia. Pero esta vez nos sentimos vencidos. ¡Vencidos! ¿Para quien, para qué clase de hombres, para que razas, para que pueblos tiene esa palabra ¡vencidos! la significación que tiene para nosotros? ¡Felices los que han muerto en el camino, porque ellos no han tenido que sufrir lo que es mil veces peor que la muerte: una verdadera derrota, definitiva para nuestra generación.

                          Nuestra generación ha entregado su sangre al triunfo de una gran causa y ha sido envuelta ante la posteridad en una red de complicidades que quisiéramos esclarecer para que se nos juzgue por nuestros méritos o nuestros deméritos, por nuestros aciertos o por nuestros errores, pero como a una fuerza histórica española del mismo nervio y el mismo temple de la que luchó contra la invasión romana, contra el absolutismo de la casa de Austria en las gestas inolvidables de los comuneros y de los agermanados, contra las huestes napoleónicas bajo la inspiración del invencible general No Importa, contra el borbonismo absolutista y anti-español desde Felipe V a Alfonso XIII.

                          Dígase lo que se quiera de nosotros. Dígase que somos pesimistas. Nos guía la ambición de ser sinceros, de expresar nuestros sentimientos, de testimoniar fielmente lo que hemos hecho y lo que hemos visto, y nos importa que se sepa que, traicionados, vencidos, engañados, hemos caído con el pueblo español en nuestra ley, sin haber arriado ni manchado nuestra bandera. A nuestro alrededor se tejía una leyenda tenebrosa. Izquierdas y derechas políticas competían en arrimar leña al fuego de todas las fantasmagorías que se nos han atribuido, más aún, si cabe, las izquierdas que las derechas. Nuestras organizaciones vivían y se desarrollaban en la clandestinidad, porque no se les consentía una existencia pública, y eso nos impedía dar la cara y responder a los calumniadores, porque habría sido tanto como delatarnos. La literatura monárquica está sembrada de supuestos descubrimientos de nuestras relaciones con los republicanos; la literatura de los republicanos habla insidiosamente de nuestras relaciones con los monárquicos. A la vieja leyenda más o menos terrorífica se añadirá la leyenda nueva y se nos querrá convertir en chivos emisarios de los desahogos de quienes se pondrán de acuerdo, a pesar de todas las diferencias aparentes, para rehacerse falsas virginidades a nuestra costa.

                          La vasta literatura publicada en el extranjero sobre nuestra guerra y nuestra revolución, está plagada de inexactitudes y de malevolencias, y se hace de nosotros una descripción que toca los límites de lo ridículo cuando no raya en lo infame, entre los escritores que defendían la República como entre los que defendían a Franco. Hay dignísimas excepciones, pero insuficientes. Es casi un deber, después de todos los horrores que se han divulgado sobre la actuación de los hombres de la Federación Anarquista Ibérica, antes y después de julio de 1936, para todo ciudadano del término medio, atribuirnos todos los defectos y echarnos a la espalda todas las maldades.  Ha terminado la fase bélica de la tragedia de España, ha terminado la F. A. I. ¿No se ha de permitir ahora, cuando estamos vencidos, que alguien que ha tenido en esa organización revolucionaria los más altos cargos y las funciones de mayor responsabilidad, antes y después de la guerra, levante un poco el telón y diga la verdad?

                          No queremos defendernos, porque a pesar de todas las calumnias que hemos podido entrever en una breve ojeada a un poco de literatura en torno a nuestra guerra, no nos sentimos acusados. En muchas ocasiones sacaremos a la luz descarnadamente nuestras propias deficiencias, nuestros errores, personales o de tendencia. Pero el silencio, cuando hablan los que tienen sobrados motivos para callar, y cuando se pertenece a los escasos sobrevivientes en condiciones de hacer un poco de luz, nos parece condenable (1).

                          (1) Sin mencionar otros escritos, nos preguntamos sinceramente qué opinión pueden formarse de las cosas españolas los lectores ingleses de la duquesa de Atholl, cuyo libro, Searchlight en Spain, (364 págs., Penguin Books, Harmondsworth), impreso en centenares de millares de ejemplares, ha sido compuesto en base sobre todo a las informaciones de los comunistas y del equipo comunizante del gobierno Negrín. Se refiere a menudo a nosotros, pero así como ha visitado a personalidades de todos los partidos, no ha creído necesario informarse en las fuentes directas sobre nuestra conducta y nuestras aspiraciones.

                          Estas paginas quieren ser una contribución a la historia y un homenaje al pueblo español, el único valor eterno, digno y puro, que ha de resurgir a pesar de la derrota, aun cuando sea después de años y años de martirios, sin precedentes en un país donde los hay tan abundantes y tan variados, y cuando no quedemos ya en pie ninguno de los que hemos dado nuestro tributo de esfuerzo y de vida a la gran tentativa de liberación de 1936-39. De la catástrofe que hemos sufrido, sólo hemos salvado en nosotros la fe en la resurrección española, por obra del mismo espíritu y del mismo anhelo que nos ha movido a nosotros y ha movido a nuestros antepasados a través de los siglos. Los gobiernos, los despotismos, las tiranías, los regímenes políticos de privilegio pasan, pero un pueblo como el nuestro, que no ha desaparecido ya, es de una vitalidad única que le ha hecho persistir contra los embates de los que porfiaron en todos los tiempos por desviar el sentido y la dirección de su historia. En esa resurrección es muy probable que no quede ni siquiera la supervivencia de los viejos denominativos de partido y organización; otros hombres y otros nombres ocuparán en la lid el puesto que nosotros hemos dejado vacante con la derrota y harán revivir con más fuerza y más experiencia lo que ha sucumbido en nuestra generación en ríos de sangre y de terror.

                          Si la sublevación militar de los generales ha desembocado en una gran guerra, se debe todo ello a nuestra intervención combativa. No fue la República la que supo y la que fue capaz de defenderse contra la agresión; fuimos nosotros los que, en defensa del pueblo, hemos hecho posible el mantenimiento de la República y la organización de la guerra. Y nosotros no éramos republicanos, ni lo hemos sido nunca. Lo mismo que la guerra de la independencia, que hizo volver a los Borbones indignos al trono de España, no tenía esa restauración por objetivo, sino la recuperación del ritmo histórico de nuestro pobre país, asi el aplastamiento por nosotros de la sublevación militar en vastas zonas de la Península, no tenía tampoco por finalidad la afirmación de una República que no merecía vivir, sino la defensa de un gran pueblo, que volvía por sus fueros y quería tomar en sus manos las riendas del propio destino. ¿Que la República nos ha pagado como Fernando VII pagó a los que le devolvieron el trono cobardemente entregado a Napoleón? Incluso en ese hecho vemos nuestra identificación con la causa de la verdadera España.         

                          Si nosotros nos hubiésemos cruzado de brazos en julio de 1936, si hubiésemos obedecido las consignas del gobierno republicano, las recomendaciones idiotas de un Casares Quiroga, ministro de la guerra, habrían ido a parar nuestras cabezas al pelotón de ejecución, junto con las de los dirigentes republicanos y socialistas de todos los matices, pero la guerra no habría sido posible, porque la República no disponía de fuerzas para defenderse y la sublevación militar, clerical y monárquica había sido perfectamente andamiada en el país y en el extranjero.         

                          Resumiremos, a través de este relato, tres de las causas fundamentales del desenlace anti-popular y anti-español de nuestra guerra, de las que se derivan las demás causas secundarias, y procuraremos desentrañar cual habría debido ser nuestra conducta práctica para evitar la tragedia en la dimensión que se ha producido.        

                          1º — La idiocia republicana, que encarnó, desde las esferas gubernativas de Madrid, la misma incomprensión de las monarquías habsburguesas y borbónicas ante las realidades populares y ante sentimientos regionales legítimos, como el de Cataluña, contra cuya iniciativa bélica y social se cuadró todo el aparato del Estado central, hasta reducir las inmensas posibilidades de esa región y entregarla, maltrecha y amargada,  al fascismo. Cataluña pudo ganar la guerra sola, en los primeros meses, con un poco de apoyo de parte del gobierno de Madrid, pero este tuvo siempre más temor a una España que escapase a las prescripciones de un pedazo de papel constitucional y ensayase nuevos rumbos económicos y políticos, que a un triunfo completo del enemigo.        

                          2º — La política de no-intervención, propuesta y practicada por el gobierno socialista-republicano de Francia desde la primera hora, aprobada después por Inglaterra, y convertida en el mejor instrumento para sofocarnos a nosotros, mientras se proporcionaban al enemigo, abiertamente, los hombres y el material de guerra necesarios para asegurarle el triunfo. Esa farsa siniestra de la no-intervención, en la que acabó de morir, y no lo lamentamos, la Sociedad de Naciones, supo sacrificarnos despiadadamente a nosotros, pero no ha logrado evitar que Francia e Inglaterra, principales animadoras de esa burla sangrienta, tengan que pagar las consecuencias en la guerra actual, con millones de sus hijos y el sacrificio de todas sus reservas económicas y financieras.

                          3º — Tan funesta como la no-intervención para la llamada España leal, fue la intervención rusa, que llegó varios meses después de iniciadas las operaciones; prometió vendernos material y, no obstante cobrarlo en oro, por adelantado, llegase o no llegase la carga a nuestros puertos, puso como condición de la supuesta ayuda la sumisión completa a sus disposiciones en el orden militar, en la política interior, en la política internacional, habiendo hecho de la España republicana una especie de colonia soviética. La intervención rusa, que no solucionó ningún problema vital desde el punto de vista del material, escaso, de pésima calidad, arbitrariamente distribuido, dando preferencia irritante a sus secuaces, corrompió a la burocracia republicana, comenzando por los hombres del gobierno, asumió la dirección del ejército, y desmoralizó de tal modo al pueblo que éste perdió poco a poco todo interés en la guerra, en una guerra que se había iniciado por decisión incontrovertible de la única soberanía legítima: la soberanía popular.

                          Estas tres causas se pusieron de relieve ya desde los primeros tiempos de la guerra; las hemos reconocido como tales enseguida y hemos luchado por superarlas; hemos luchado por superar la incomprensión de lo catalán por parte de los hombres que detentaban el poder central; hemos clamado por una decisión digna frente a la farsa de la no intervención; hemos pedido una acción de defensa contra las usurpaciones de los rusos, sin haber logrado más que enemistades y aislamiento. Nos hemos quedado solos, mantenidos cuidadosamente al margen de toda actuación directa en la guerra, después de haber sido sus primeros puntos de apoyo; pero tenemos el orgullo de sentirnos libres de la responsabilidad personal y de organización en la catástrofe y en la política que nos llevó al desastre, y no podemos acusarnos de haber silenciado un sólo instante nuestra actitud. Cuanto ahora decimos en el extranjero, supervivientes del gran naufragio, lo hemos dicho, casi con las mismas palabras mientras era hora de aplicar remedio a los males denunciados, y no solo a través de las publicaciones, revistas, libros, folletos de  partido, sino, directamente, al gobierno mismo y a sus órganos responsables.

                          En agosto de 1937 estaba bien clara la situación y no podíamos llamarnos ya a engaño. El gobierno Prieto-Negrin, hechura de los rusos, para responder a sus intereses comerciales y diplomáticos y no a los intereses de España, había marcado, con su política de guerra, internacional y nacional, el derrotero que nos había de llevar al sacrificio estéril de nuestro gran pueblo. No podíamos callar y escribimos un exabrupto: La guerra y la revolución en España. Notas preliminares para su historia, un pequeño volumen que ha merecido hasta los honores de los autosdafe. Se ha hecho una guerra feroz a ese libro, del cual solo algunos fragmentos aparecieron en la prensa obrera de los diversos países, y algunas ediciones no autorizadas. Se persiguió el libro, leído no obstante ampliamente, pero a nosotros no se nos ha querido pedir cuentas, a pesar de reiterar las mismas denuncias en otras publicaciones y cada vez con mayor insistencia. ¿Por qué no se nos ha procesado? Es verdad que, en cuanto al contenido de aquél grito desesperado para volver al buen camino, muy pocas rectificaciones de detalles secundarios eran posibles. Nosotros esperábamos un proceso para hablar más abiertamente todavía, pues, con todo, no olvidábamos que estábamos en guerra y que no podía ser ventajoso dar armas al enemigo; en un proceso, habríamos podido decir lo que callábamos. Se rehuyó toda medida contra nosotros, a pesar de no ejercer ningún cargo oficial y de no escatimar en nuestras apreciaciones críticas ni a los dirigentes de las propias organizaciones. Algunas voces generosas se atrevieron a pedir desde la prensa nuestra cabeza, trasunto de lo que se pedía en los conciliábulos de los cultores del moscovitismo. A eso se redujo todo.
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                          es.wikipedia.org/wiki/Diego_Abad_de_SantillánCompartir
                          Por qué Perdimos la Guerra, Plaza y Janés, Barcelona 1977, p. 288. ... El aporte teórico de Diego Abad de Santillán durante los años veinte se ha centrado en la articulación ...Por qué perdimos la guerra, publicada en Buenos Aires en 1940.


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