Me llamo John Brenwalter. Mi padre, un borracho, logró patentar un invento para fabricar granos de café con arcilla; pero era un hombre honrado y no quiso involucrarse en la fabricación. Por esta razón era sólo moderadamente rico, pues las regalías de su muy valioso invento apenas le dejaban lo suficiente para pagar los gastos de los pleitos contra los bribones culpables de infracción. Fue así que yo carecí de muchas de las ventajas que gozan los hijos de padres deshonestos e inescrupulosos, y de no haber sido por una madre noble y devota (quien descuidó a mis hermanos y a mis hermanas y vigiló personalmente mi educación), habría crecido en la ignorancia y habría sido obligado a asistir a la escuela. Ser el hijo favorito de una mujer bondadosa es mejor que el oro. Cuando yo tenía diecinueve años, mi padre tuvo la desgracia de morir. Había tenido siempre una salud perfecta, y su muerte, ocurrida a la hora de cenar y sin previo aviso, a nadie sorprendió tanto como a él mismo. Esa misma mañana le habían notificado la adjudicación de la patente de su invento para forzar cajas de caudales por presión hidráulica y sin hacer ruido. El Jefe de Patentes había declarado que era la más ingeniosa, efectiva y benemérita invención que él hubiera aprobado jamás. Naturalmente, mi padre previó una honrosa, próspera vejez. Es por eso que su repentina muerte fue para él una profunda decepción. Mi madre, en cambio, cuyas piedad y resignación ante los designios del Cielo eran virtudes conspicuas de su carácter, estaba aparentemente menos conmovida. Hacia el final de la comida, una vez que el cuerpo de mi pobre padre fue alzado del suelo, nos reunió a todos en el cuarto contiguo y nos habló de esta manera: -Hijos míos, el extraño suceso que han presenciado es uno de los más desagradables incidentes en la vida de un hombre honrado, y les aseguro que me resulta poco agradable. Les ruego que crean que yo no he tenido nada que ver en su ejecución. Desde luego -añadió después de una pausa en la que bajó sus ojos abatidos por un profundo pensamiento-, desde luego es mejor que esté muerto. Dijo estas palabras como si fuera una verdad tan obvia e incontrovertible que ninguno de nosotros tuvo el coraje de desafiar su asombro pidiendo una explicación. Cuando cualquiera de nosotros se equivocaba en algo, el aire de sorpresa de mi madre nos resultaba terrible. Un día, cuando en un arranque de mal humor me tomé la libertad de cortarle la oreja al bebé, sus simples palabras: "¡John, me sorprendes!", fueron para mí una recriminación tan severa que al fin de una noche de insomnio, fui llorando hasta ella y, arrojándome a sus pies, exclamé: "¡Madre, perdóname por haberte sorprendido!" Así, ahora, todos -incluso el bebé de una sola oreja- sentimos que aceptar sin preguntas el hecho de que era mejor, en cierto modo, que nuestro querido padre estuviese muerto, provocaría menos fricciones. Mi madre continuó: -Debo decirles, hijos míos, que en el caso de una repentina y misteriosa muerte, la ley exige que venga el médico forense, corte el cuerpo en pedazos y los someta a un grupo de hombres, quienes, después de inspeccionarlos, declaran a la persona muerta. Por hacer esto el forense recibe una gran suma de dinero. Deseo eludir tan penosa formalidad; eso es algo que nunca tuvo la aprobación de... de los restos. John -aquí mi madre volvió hacia mí su rostro angelical- tú eres un joven educado y muy discreto. Ahora tienes la oportunidad de demostrar tu gratitud por todos los sacrificios que nos impuso tu educación. John, ve y mata al forense. Inefablemente complacido por esta prueba de confianza de mi madre y por la oportunidad de distinguirme por medio de un acto que cuadraba con mi natural disposición, me arrodillé ante ella, llevé sus manos hasta mis labios y las bañé con lágrimas de emoción. Esa tarde, antes de las cinco, había eliminado al médico. De inmediato fui arrestado y arrojado a la cárcel. Allí pasé una noche muy incómoda: me fue imposible dormir a causa de la irreverencia de mis compañeros de celda, dos clérigos, a quienes la práctica teológica había dado abundantes ideas impías y un dominio absolutamente único del lenguaje blasfemo. Pero ya avanzada la mañana, el carcelero que dormía en el cuarto contiguo y a quien tampoco habían dejado dormir, entró en la celda y con un feroz juramento advirtió a los reverendos caballeros que, si oía una blasfemia más, su sagrada profesión no le impediría ponerlos en la calle. En consecuencia moderaron su objetable conversación sustituyéndola por un acordeón. Así, pude dormir el pacífico y refrescante sueño de la juventud y la inocencia. A la mañana siguiente me condujeron ante el Juez Superior, un magistrado de sentencia, y se me sometió al examen preliminar. Alegué que no tenía culpa, y añadí que el hombre al que yo había asesinado era un notorio demócrata. (Mi bondadosa madre era republicana y desde mi temprana infancia fui cuidadosamente instruido por ella en los principios de gobierno honesto y en la necesidad de suprimir la oposición sediciosa.) El juez, elegido mediante una urna republicana de doble fondo, estaba visiblemente impresionado por la fuerza lógica de mi alegato y me ofreció un cigarrillo. -Con el permiso de Su Excelencia -comenzó el Fiscal-, no considero necesario exponer ninguna prueba en este caso. Por la ley de la nación se sienta usted aquí como juez de sentencia y es su deber sentenciar. Tanto testimonio como argumentos implicarían la duda acerca de la decisión de Su Excelencia de cumplir con su deber jurado. Ese es todo mi caso. Mi abogado, un hermano del médico forense fallecido, se levantó y dijo: -Con la venia de la Corte... mi docto amigo ha dejado tan bien y con tanta elocuencia establecida la ley imperante en este caso, que sólo me resta preguntar hasta dónde se la ha acatado. En verdad, Su Excelencia es un magistrado penal, y como tal es su deber sentenciar... ¿qué? Ese es un asunto que la ley, sabia y justamente, ha dejado a su propio arbitrio, y sabiamente ya ha descargado usted cada una de las obligaciones que la ley impone. Desde que conozco a Su Excelencia no ha hecho otra cosa que sentenciar. Usted ha sentenciado por soborno, latrocinio, incendio premeditado, perjurio, adulterio, asesinato... cada crimen del código y cada exceso conocido por los sensuales y los depravados, incluyendo a mi docto amigo, el Fiscal. Usted ha cumplido con su deber de magistrado penal, y como no hay ninguna evidencia contra este joven meritorio, mi cliente, propongo que sea absuelto. Se hizo un solemne silencio. El Juez se levantó, se puso la capa negra y, con voz temblorosa de emoción, me sentenció a la vida y a la libertad. Después, volviéndose hacia mi consejero, dijo fría pero significativamente: -Lo veré luego. A la mañana siguiente, el abogado que me había defendido tan escrupulosamente contra el cargo de haber asesinado a su propio hermano -con quien había tenido una pelea por unas tierras- desapareció, y se desconoce su suerte hasta el día de hoy. Entretanto, el cuerpo de mi pobre padre había sido secretamente sepultado a medianoche en el patio de su último domicilio, con sus últimas botas puestas y el contenido de su fallecido estómago sin analizar. -Él se oponía a cualquier ostentación -dijo mi querida madre mientras terminaba de apisonar la tierra y ayudaba a los niños a extender una capa de paja sobre la tierra removida-, sus instintos eran domésticos y amaba la vida tranquila. El pedido de sucesión de mi madre decía que ella tenía buenas razones para creer que el difunto estaba muerto, puesto que no había vuelto a comer a su casa desde hacía varios días; pero el Juez de la Corte del Cuervo -como siempre despreciativamente la llamó después- decidió que la prueba de muerte no era suficiente y puso el patrimonio en manos de un Administrador Público, que era su yerno. Se descubrió que el pasivo daba igual que el activo; sólo había quedado la patente de invención del dispositivo para forzar cajas de seguridad por presión hidráulica y en silencio, y ésta había pasado a ser propiedad legítima del Juez Testamentario y del Administrador Público, como mi querida madre prefería llamarlo. Así, en unos pocos meses, una acaudalada y respetable familia fue reducida de la prosperidad al delito; la necesidad nos obligó a trabajar. Diversas consideraciones, tales como la idoneidad personal, la inclinación, etc., nos guiaban en la selección de nuestras ocupaciones. Mi madre abrió una selecta escuela privada para enseñar el arte de alterar las manchas sobre las alfombras de piel de leopardo; el mayor de mis hermanos, George Henry, a quien le gustaba la música, se convirtió en el corneta de un asilo para sordomudos de los alrededores; mi hermana Mary María, tomaba pedidos de Esencias de Picaportes del Profesor Pumpernickel, para sazonar aguas minerales, y yo me establecí como ajustador y dorador de vigas para horcas. Los demás, demasiado jóvenes para trabajar, continuaron con el robo de pequeños artículos expuestos en las vidrieras de las tiendas, tal como se les había enseñado. En nuestros ratos de ocio atraíamos a nuestra casa a los viajeros y enterrábamos los cuerpos en un sótano. En una parte de este sótano guardábamos vinos, licores y provisiones. De la rapidez con que desaparecían nos sobrevino la supersticiosa creencia de que los espíritus de las personas enterradas volvían a la noche y se daban un festín. Al menos era cierto que con frecuencia, de mañana, solíamos descubrir trozos de carnes adobadas, mercaderías envasadas y restos de comida ensuciando el lugar, a pesar de que había sido cerrado con llave y atrancado, previendo toda intromisión humana. Se propuso sacar las provisiones y almacenarlas en cualquier otro sitio, pero nuestra querida madre, siempre generosa y hospitalaria, dijo que era mejor soportar la pérdida que arriesgarse a ser descubiertos; si a los fantasmas les era negada esta insignificante gratificación, podrían promover una investigación que echaría por tierra nuestro esquema de la división del trabajo, desviando las energías de toda la familia hacia la simple industria a la cual yo me dedicaba: todos terminaríamos decorando las vigas de las horcas. Aceptamos su decisión con filial sumisión, que se debía a nuestro respeto por su sabiduría y la pureza de su carácter. Una noche, mientras todos estábamos en el sótano -ninguno se atrevía a entrar solo- ocupados en la tarea de dispensar al alcalde de una ciudad vecina los solemnes oficios de la cristiana sepultura, mi madre y los niños pequeños sosteniendo cada uno una vela, mientras que George Henry y yo trabajábamos con la pala y el pico, mi hermana Mary María profirió un chillido y se cubrió los ojos con las manos. Estábamos todos sobrecogidos de espanto y las exequias del alcalde fueron suspendidas de inmediato, a la vez que, pálidos y con la voz temblorosa, le rogamos que nos dijera qué cosa la había alarmado. Los niños más pequeños temblaban tanto que sostenían las velas con escasa firmeza, y las ondulantes sombras de nuestras figuras danzaban sobre las paredes con movimientos toscos y grotescos que adoptaban las más pavorosas actitudes. La cara del hombre muerto, ora fulgurando horriblemente en la luz, ora extinguiéndose a través de alguna fluctuante sombra, parecía adoptar cada vez una nueva y más imponente expresión, una amenaza aún más maligna. Más asustadas que nosotros por el grito de la niña, las ratas echaron a correr en multitudes por el lugar, lanzando penetrantes chillidos, o con sus ojos fijos estrellando la oscura opacidad de algún distante rincón, meros puntos de luz verde haciendo juego con la pálida fosforescencia de la podredumbre que llenaba la tumba a medio cavar y que parecía la manifestación visible de un leve olor a moribundo que corrompía el aire insalubre. Ahora los niños sollozaban y se pegaban a las piernas de sus mayores, dejando caer sus velas, y nosotros estábamos a punto de ser abandonados a la total oscuridad, excepto por esa luz siniestra que fluía despaciosamente por encima de la tierra revuelta e inundaba los bordes de la tumba como una fuente. Entretanto, mi hermana, arrodillada sobre la tierra extraída de la excavación, se había quitado las manos de la cara y estaba mirando con ojos dilatados en el interior de un oscuro espacio que había entre dos barriles de vino. -¡Allí está! -Allí está! -chilló, señalando- ¡Dios del cielo! ¿No pueden verlo? Y realmente estaba allí: una figura humana apenas discernible en las tinieblas; una figura que se balanceaba de un costado a otro como si se fuera a caer, agarrándose a los barriles de vino para sostenerse; dio un paso hacia adelante, tambaleándose y, por un momento, apareció a la luz de lo que quedaba de nuestras velas; luego se irguió pesadamente y cayó postrada en tierra. En ese momento todos habíamos reconocido la figura, la cara y el porte de nuestro padre. ¡Muerto estos diez meses y enterrado por nuestras propias manos! ¡Nuestro padre, sin duda, resucitado y horriblemente borracho! En los incidentes ocurridos durante la fuga precipitada de ese terrible lugar; en la aniquilación de todo humano sentimiento en ese tumultuoso, loco apretujarse por la húmeda y mohosa escalera, resbalando, cayendo, derribándose y trepando uno sobre la espalda del otro, las luces extinguidas, los bebés pisoteados por sus robustos hermanos y arrojados de vuelta a la muerte por un brazo maternal; en todo esto no me atrevo a pensar. Mi madre, mi hermano y mi hermana mayores y yo escapamos; los otros quedaron abajo, para morir de sus heridas o de su terror; algunos, quizá, por las llamas, puesto que en una hora, nosotros cuatro, juntando apresuradamente el poco dinero y las joyas que teníamos, y la ropa que podíamos llevar, incendiamos la casa y huimos bajo la luz de las llamas, hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a cobrar el seguro, y mi querida madre dijo en su lecho de muerte, años después en una tierra lejana, que ése había sido el único pecado de omisión que quedaba sobre su conciencia. Su confesor, un hombre santo, le aseguró que, bajo tales circunstancias, el Cielo le perdonaría su descuido. Cerca de diez años después de nuestra desaparición de los escenarios de mi infancia, yo, entonces un próspero falsificador, regresé disfrazado al lugar con la intención de recuperar algo de nuestro tesoro, que había sido enterrado en el sótano. Debo decir que no tuve éxito: el descubrimiento de muchos huesos humanos en las ruinas obligó a las autoridades a excavar por más. Encontraron el tesoro y lo guardaron. La casa no fue reconstruida; todo el vecindario era una desolación. Tal cantidad de visiones y sonidos extraterrenos habían sido denunciados desde entonces, que nadie quería vivir allí. Como no había a quién preguntar o molestar, decidí gratificar mi piedad filial con la contemplación, una vez más, de la cara de mi bienamado padre, si era cierto que nuestros ojos nos habían engañado y estaba todavía en su tumba. Recordaba además que él siempre había usado un enorme anillo de diamante, y yo como no lo había visto ni había oído nada acerca de él desde su muerte, tenía razones como para pensar que debió haber sido enterrado con el anillo puesto. Procurándome una pala, rápidamente localicé la tumba en lo que había sido el patio de mi casa, y comencé a cavar. Cuando hube alcanzado cerca de cuatro pies de profundidad, la tumba se desfondó y me precipité a un gran desagüe, cayendo por el largo agujero de su desmoronado codo. No había ni cadáver ni rastro alguno de él. Imposibilitado para salir de la excavación, me arrastré por el desagüe, quité con cierta dificultad una masa de escombros carbonizados y de ennegrecida mampostería que lo obstaculizaba, y salí por lo que había sido aquel funesto sótano. Todo estaba claro. Mi padre, cualquier cosa que fuera lo que le había provocado esa descompostura durante la cena (y pienso que mi santa madre hubiera podido arrojar algo de luz sobre ese asunto) había sido, indudablemente, enterrado vivo. La tumba se había excavado accidentalmente sobre el olvidado desagüe hasta el recodo del caño, y como no utilizamos ataúd, en sus esfuerzos por sobrevivir había roto la podrida mampostería y caído a través de ella, escapando finalmente hacia el interior del sótano. Sintiendo que no era bienvenido en su propia casa, pero sin tener otra, había vivido en reclusión subterránea como testigo de nuestro ahorro y como pensionista de nuestra providencia. Él era quien se comía nuestra comida; él quien se bebía nuestro vino; no era mejor que un ladrón. En un instante de intoxicación y sintiendo, sin duda, necesidad de compañía, que es el único vínculo afín entre un borracho y su raza, abandonó el lugar de su escondite en un momento extrañamente inoportuno, acarreando deplorables consecuencias a aquellos más cercanos y queridos. Un desatino que tuvo casi la dignidad de un crimen. FIN Una tumba sin fondo [Cuento. Texto completo] Ambrose Bierce Ambrose Gwinett Bierce (Ohio, Estados Unidos, 24 de junio de 1842 – ¿1914?) fue un escritor, periodista y editorialista estadounidense. ... |
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Una tumba sin fondo [Cuento] Ambrose Bierce
Sylvabel- cuento - Villiers de L'Isle Adam
A Victor Mauroy |
Hermosa como la noche y como ella insegura... -Alfred de Vigny |
En el castillo de Fonteval, a eso de medianoche, tocaba a su fin una fiesta de esponsales. En el parque, entre altas alamedas de follaje iluminado todavía con guirnaldas de linternas venecianas, los músicos, en su estrado campestre, habían dejado de tocar contradanzas. Los hidalgüelos de los alrededores se encontraban ya junto a la verja principal esperando subir a sus carruajes, y los aldeanos invitados regresaban por los senderos a sus alquerías, cantando como de costumbre, tanto más cuanto que habían trincado a placer, debajo de las encinas, ante el tonel caprichosamente adornado con cintas de colores de la recién casada.
El nuevo castellano, Gabriel du Plessis les Houx, había contraído matrimonio en la mañana de aquel día que terminaba, en la capilla de la espléndida mansión, con la señorita Sylvabel de Fonteval, una Diana cazadora, morena clara, una esbelta muchacha con aires de amazona.
¡Veinte y veintitrés años! Hermosos, elegantes y ricos, el porvenir se anunciaba para ellos color de aurora y de cielo.
Sylvabel había abandonado el baile hacia las diez y media y se hallaba sin duda, en aquellos momentos, en su estancia nupcial. La gente del castillo -todas las ventanas estaban apagadas- debía dormir.
Sin embargo, abajo, frente a las salas de juego, en el invernadero que precedía a los jardines, dos hombres, alumbrados por un candelabro colocado sobre un velador rústico, entre dos arbustos, hablaban en voz baja, sentados uno cerca de otro en verdes sillas de mimbre. Uno de ellos era Gabriel du Plessis y el otro el barón Gérard de Linville, su tío, antiguo encargado de negocios y diplomático muy estimado. Ante los insistentes ruegos de su sobrino, el señor de Linville, en vísperas de un viaje a Suecia, a donde lo llamaba una delicada misión, había aceptado pasar la noche en el castillo.
-Querido barón -dijo, de pronto, Gabriel-, gracias por haberse quedado. Sólo usted puede darme un consejo útil en la grave situación en que me encuentro. Ya le he contado la pasión, el amor intenso e insensato que siento por mi mujer; pasión que a veces me hace palidecer y balbucear cuando ella me habla. Pues bien, escuche esto: siento que Sylvabel no experimenta por mí la más frívola de las simpatías, en una palabra no me ama. Es una muchacha acostumbrada a manejar caballos y escopetas, una mujer dominadora, indomable, hastiada, muy viril bajo sus encantos, y que, sabiéndome de índole apacible y adivinando que bebo los vientos por su cara persona, me desdeña un poco. Sylvabel me ha aceptado y nada más, tanto por mi fortuna (¡ay, tal es la verdad!) como para tenerme en calidad de esclavo. Por consiguiente, es probable, por no decir seguro, que tarde o temprano me traicionará. ¡ Me encuentra demasiado manso, demasiado artista, demasiado en las nubes, sin carácter, en fin! Añada a esto, sin embargo, que la considero de una penetración espiritual casi.., misteriosa. Es una adivinadora. Pero, ¡qué quiere usted!, parece haberse aferrado a esa idea absurda y enojosa, hasta el extremo de que esta noche me ha notificado haber dispuesto para mañana, al amanecer, una cacería a caballo, sin duda para dar a entender a la gente del castillo lo poco agotadora que habrá sido nuestra noche de bodas, la cual, entre paréntesis, debo pasar solo. Si semejante estado de cosas dura ocho días, el asunto no tendrá remedio, estaré perdido, haga lo que haga en adelante, lo que supone un desenlace trágico a corto plazo, pues mi naturaleza, una vez se ve obligada a bajar de las nubes, es de una gran violencia explosiva. Por lo tanto, pido a usted, hombre sutil, que no solamente ha vivido sino que ha sabido vivir, que me diga si ve algún medio de desvanecer en mi esposa esa desoladora opinión que tiene de mí. ¿Cree usted que haya algún recurso para que me quiera, para suscitar en su juicio la certeza de mi carácter? Todo radica en eso. Seguiré su consejo, sea el que fuere, pasivamente, sin reflexionar, como un soldado, como uno se toma la medicina ordenada por un médico eminente. A usted me entrego como se entrega uno a sus testigos en un lance de honor, ya que están en juego, a la vez, mi honor y mi felicidad.
El barón Gérard lanzó una mirada clara y alegre a su sobrino, mientras reflexionaba un momento, y luego se inclinó hacia él y, durante cinco minutos, murmuró a su oído unas palabras que lo hicieron temblar en medio de su silencioso asombro.
-Salgo mañana por la mañana para Estocolmo -añadió el señor de Linville, levantándose, en voz alta-. Escríbeme el resultado. Sobre todo, sé sencillo... como mi consejo..., al seguirlo.
-¡Gracias de todo corazón! Buen viaje, y hasta la vista -contestó Gabriel, levantándose también y estrechando la mano de su tío.
Los dos rezagados subieron a sus respectivas habitaciones. El diplomático debió dormir mejor que su sobrino.
-¡Sus! ¡Sus! ¡El sol brilla! ¿Aún duermes, Gabriel?
Así, gritaba, bajo las ventanas de su esposo, bien montada sobre un alazán oscuro que piafaba en la hierba, mientras a su alrededor ladraban y retozaban los perros de caza, la señora Sylvabel du Plessis les Houx, frunciendo las negras cejas sobre el azul claro de sus ojos y haciendo silbar una delgada fusta.
El galope de un caballo, a sus espaldas, al final de una alameda, le hizo volver la cabeza. Era Gabriel.
-Mi querida Sylvabel, ya ves que llego diez minutos antes, como ordena la costumbre -dijo saludándola.
-¡Vaya! ¡Sí, es verdad! Sin duda estabas soñando bajo los árboles. Tienes un aire radiante. ¿Componías?
-Sí... este ramo para ti, con tres capullos de rosa y estas hojas de verbena.
-¡Eres muy galante! -contestó, en tono ligero, Sylvabel, colocando el ramillete entre dos botones de su jubón.
-Es mi deber... Además, la verbena preserva de accidentes -dijo fríamente el señor du Plessis.
Un poco sorprendida, tal vez, por el tono casi serio de su marido, la elegante amazona lo miró. Luego, impaciente:
-¡En marcha! -dijo, tras una corta pausa-. Comeremos allá abajo, en cualquier claro del bosque, sobre el césped.
Durante las primeras horas de la cacería, Gabriel no llegó a pronunciar ni veinte palabras, aunque todas ellas denotaban buen humor e interés por la caza. Mató dos liebres, un faisán y ocho codornices, que metió en su zurrón y en su red el único montero que galopaba detrás de ellos.
Hacia mediodía, se apearon en un magnífico calvero. Después de tomar una lonja de pastel de carne, dos vasos de champaña, algunas fresas silvestres y café, Gabriel, que había estado durante todo el tiempo de la comida observando los saltos de las ardillas en las ramas y trazando el proyecto de una batida contra los lobos para el invierno, encendió un cigarrillo y, al terminarlo, gritó:
-¡A caballo! Si es que has descansado bastante, Sylvabel...
-¡Vamos! -contestó ella.
Y partieron de nuevo, a través de los campos.
De pronto, en un sendero, a treinta pasos de un seto, una liebre cruzó como un rayo. Los perros se precipitaron; Gabriel tiró en seguida, pero falló.
-La culpa ha sido de ese imbécil de Murmuro -dijo, con una leve sonrisa, mientras volvía a cargar el arma rápidamente-. Se ha colocado entre la liebre y yo, mientras apuntaba.
Y, haciendo fuego otra vez, abatió, a cien pasos de él, de un certero balazo, al magnífico perro de caza al cual acababa de acusar.
Ante aquel espectáculo, Sylvabel se estremeció.
-¡Cómo! ¿Por qué has matado a ese perro haciéndole culpable de tu torpeza? -dijo, un poco asustada.
-¡Y bien que lo lamento, porque lo quería mucho! -contestó tranquilamente Gabriel-. Pero yo soy de tal índole, que no puedo soportar una contrariedad sin reaccionar de una manera violenta. Si fuese soldado, me fusilarían a las veinticuatro horas. Es un defecto que me hizo ser peleador en mi infancia y del cual he querido en vano corregirme. Sin embargo, me esforcé de nuevo, sólo por complacerte.
Sylvabel, apretando con fuerza la fusta, se calló, un poco pensativa.
Y volvieron a emprender la marcha, durante la cual Gabriel habló de muchas cosas menos del incidente... ya olvidado. Sus palabras fueron ligeras y raras.
Una hora después, al tiempo que se levantaba una bandada de perdices frente a ellos, con su ruido especial, Gabriel se echó la escopeta a la cara y tiró: ni una sola de las aves perdió una pluma.
-Verdaderamente, esto es insoportable -rezongó por lo bajo Gabriel, pero tranquilo-. Esta yegua bribona ha tenido la culpa; ha dado un respingo en el momento en que yo apuntaba.
Dicho esto, cogió una pistola del arzón delantero, introdujo fríamente el cañón en la oreja de la bestia y le hizo saltar los sesos. Dando un salto de costado, cayó de pie al suelo, y no sin gracia, se zafó de la caída del animal, que se derrumbó de flanco y, tras una corta agonía, quedó inmóvil.
Esta vez, Sylvabel abrió sus ojos azules.
-¡Pero esto es absurdo! ¡Es ya la locura! ¿Qué te sucede, Gabriel, para matar a un animal tan hermoso, y de raza, por haber errado el tiro contra una perdiz?
-Lo deploro, señora. Pero creo haberte revelado hace un rato, confidencialmente, una debilidad innata que padezco. Te lo repito: se trata de algo superior a mis fuerzas, pero el caso es que no puedo soportar la menor contrariedad. Montero, deme su caballo y siga a pie, porque regresamos.
Ya de nuevo montado, cuando se quedaron solos en el camino, cerca del castillo, Sylvabel murmuró:
-En verdad, amigo mío, apenas puedo tranquilizarme aunque piense en las virtudes mágicas de tu ramo de verbena. ¿De esta manera cumples la promesa de domar tu irascible carácter para serme agradable?
-Esta vez, en efecto, la fuerza de la costumbre ha privado sobre mis buenas intenciones -respondió el joven-. Pero sabré, Sylvabel, de ahora en adelante, dominarme mejor. Sí, para complacerte y merecer tu gracia, procuraré volverme... ya que no paciente y dulce hasta la atonía... menos exaltado.
Esto fue dicho con una gentileza glacial. La señora de Plessis les Houx guardó silencio hasta Fonteval, adonde llegaron con las primeras sombras de la noche.
La cena, sin embargo, fue encantadora.
Aquella noche la castellana se olvidó -sin duda por inadvertencia- de echar el pestillo de la puerta de su habitación. De suerte que cuando, a las cinco de la mañana, tras las alegrías y fatigas del amor, ambos, embriagados de ternura conyugal, se murmuraban deliciosamente todo lo que de más inefable había en el fondo del alma, Sylvabel, de repente, miró a su marido con un aire singular, y luego, en voz muy baja, a la claridad de la lamparilla azul que palidecía ante el alba del hermoso verano, dijo:
-Gabriel, un solo día te ha bastado para conquistarme... hacerme tuya. Y no mediante ese estropicio, que me hacía sonreír, que acarreó la muerte de dos inocentes animales... sino porque el hombre que, dicho sea entre nosotros, posee la firmeza necesaria para llevar a cabo, durante un día y una noche así, sin delatarse un solo instante y ante la mujer por quien sufre, el buen consejo de un amigo leal y de probada sagacidad, demuestra con ello ser superior al consejo mismo y da prueba, por consiguiente, de tener suficiente “carácter” para ser digno de amor. Puedes agregar esto en la carta de agradecimiento que sin duda has prometido escribir a nuestro tío y amigo, el barón de Linville, que se encuentra en Suecia.
FIN
Chacales y árabes [Cuento] Franz Kafka
Acampábamos en el oasis. Los viajeros dormían. Un árabe, alto y blanco, pasó adelante; ya había alimentado a los camellos y se dirigía a acostarse.
Me tiré de espaldas sobre la hierba; quería dormir; no pude conciliar el sueño; el aullido de un chacal a lo lejos me lo impedía; entonces me senté. Y lo que había estado tan lejos, de pronto estuvo cerca. El gruñido de los chacales me rodeó; ojos dorados descoloridos que se encendían y se apagaban; cuerpos esbeltos que se movían ágilmente y en cadencia como bajo un látigo.
Un chacal se me acercó por detrás, pasó bajo mi brazo y se apretó contra mí como si buscara mi calor, luego me encaró y dijo, sus ojos casi en los míos:
-Soy el chacal más viejo de toda la región. Me siento feliz de poder saludarte aquí todavía. Ya casi había abandonado la esperanza, porque te esperábamos desde la eternidad; mi madre te esperaba, y su madre, y todas las madres hasta llegar a la madre de todos los chacales. ¡Créelo!
-Me asombra -dije olvidando alimentar el fuego cuyo humo debía mantener lejos a los chacales-, me asombra mucho lo que dices. Sólo por casualidad vengo del lejano Norte en un viaje muy corto. ¿Qué quieren de mí, chacales?
Y como envalentonados por este discurso quizá demasiado amistoso, los chacales estrecharon el círculo a mi alrededor; todos respiraban con golpes cortos y bufaban.
-Sabemos -empezó el más viejo- que vienes del Norte; en esto precisamente fundamos nuestra esperanza. Allá se encuentra la inteligencia que aquí entre los árabes falta. De este frío orgullo, sabes, no brota ninguna chispa de inteligencia. Matan a los animales, para devorarlos, y desprecian la carroña.
-No hables tan fuerte -le dije-, los árabes están durmiendo cerca de aquí.
-Eres en verdad un extranjero -dijo el chacal-, de lo contrario sabrías que jamás, en toda la historia del mundo, ningún chacal ha temido a un árabe. ¿Por qué deberíamos tenerles miedo? ¿Acaso no es un desgracia suficiente el vivir repudiados en medio de semejante pueblo?
-Es posible -contesté-, puede ser, pero no me permito juzgar cosas que conozco tan poco; debe tratarse de una querella muy antigua, de algo que se lleva en la sangre, entonces concluirá quizá solamente con sangre.
-Eres muy listo -dijo el viejo chacal; y todos empezaron a respirar aún más rápido, jadeantes los pulmones a pesar de estar quietos; un olor amargo que a veces sólo apretando los dientes podía tolerarse salía de sus fauces abiertas-, eres muy listo; lo que dices se corresponde con nuestra antigua doctrina. Tomaremos entonces la sangre de ellos, y la querella habrá terminado.
-¡Oh! -exclamé más brutalmente de lo que hubiera querido- se defenderán, los abatirán en masa con sus escopetas.
-Has entendido mal -dijo-, según la manera de los hombres que ni siquiera en el lejano Norte se pierde. Nosotros no los mataremos. El Nilo no tendría bastante agua para purificarnos. A la simple vista de sus cuerpos con vida escapamos hacia aires más puros, al desierto, que por esta razón se ha vuelto nuestra patria.
Y todos los chacales en torno, a los cuales entre tanto se habían agregado muchos otros venidos de más lejos, hundieron la cabeza entre las extremidades anteriores y se la frotaron con las patas; habríase dicho que querían ocultar una repugnancia tan terrible que yo, de buena gana, con un gran salto hubiese huido del cerco.
-¿Qué piensan hacer entonces? -les pregunté al tiempo que quería incorporarme, pero no pude; dos jóvenes bestias habían mordido la espalda de mi chaqueta y de mi camisa; debí permanecer sentado.
-Llevan la cola de tus ropas -dijo el viejo chacal aclarando en tono serio-, como prueba de respeto.
-¡Que me suelten! -grité, dirigiéndome ya al viejo, ya a los más jóvenes.
-Te soltarán, naturalmente -dijo el viejo-, si tú lo exiges. Pero debes esperar un ratito, porque siguiendo la costumbre han mordido muy hondo y sólo lentamente pueden abrir las mandíbulas. Mientras tanto escucha nuestro ruego.
-No diré que el comportamiento de ustedes me ha predispuesto a ello -contesté.
-No nos hagas pagar nuestra torpeza -dijo, empleando en su ayuda por primera vez el tono lastimero de su voz natural-, somos pobres animales, sólo poseemos nuestra dentadura; para todo lo que queramos hacer, bueno o malo, contamos únicamente con los dientes.
-¿Qué quieres entonces? -pregunté algo aplacado.
-Señor -gritó, y todos los chacales aullaron; a lo lejos me pareció como una melodía-. Señor, tú debes poner fin a la querella que divide el mundo. Tal cual eres, nuestros antepasados te han descrito como el que lo logrará. Es necesario que obtengamos la paz con los árabes; un aire respirable; el horizonte completo limpio de ellos; nunca más el lamento de los carneros que el árabe degüella; todos los animales deben reventar en paz; es preciso que nosotros los vaciemos de su sangre y que limpiemos hasta sus huesos.
Limpieza, solamente limpieza queremos -y ahora todos lloraban y sollozaban-, ¿cómo únicamente tú en el mundo puedes soportarlos, tú, de noble corazón y dulces entrañas? Inmundicia es su blancura; inmundicia es su negrura; y horrorosas son sus barbas; ganas da de escupir viendo las comisuras de sus ojos; y cuando alzan los brazos en sus sobacos se abre el infierno.
Por eso, oh señor, por eso, oh querido señor, con la ayuda de tus manos todopoderosas, con la ayuda de tus todopoderosas manos, ¡córtales el pescuezo con esta tijera!
-Y, a una sacudida de su cabeza, apareció un chacal que traía en uno de sus colmillos una pequeña tijera de sastre cubierta de viejas manchas de herrumbre.
Limpieza, solamente limpieza queremos -y ahora todos lloraban y sollozaban-, ¿cómo únicamente tú en el mundo puedes soportarlos, tú, de noble corazón y dulces entrañas? Inmundicia es su blancura; inmundicia es su negrura; y horrorosas son sus barbas; ganas da de escupir viendo las comisuras de sus ojos; y cuando alzan los brazos en sus sobacos se abre el infierno.
Por eso, oh señor, por eso, oh querido señor, con la ayuda de tus manos todopoderosas, con la ayuda de tus todopoderosas manos, ¡córtales el pescuezo con esta tijera!
-Y, a una sacudida de su cabeza, apareció un chacal que traía en uno de sus colmillos una pequeña tijera de sastre cubierta de viejas manchas de herrumbre.
-¡Ah, finalmente apareció la tijera, y ahora basta! -gritó el jefe árabe de nuestra caravana, que se nos había acercado contra el viento y que ahora agitaba su gigantesco látigo. Todos escaparon rápidamente, pero a cierta distancia se detuvieron, estrechamente acurrucados unos contra otros, tan estrecha y rígidamente los numerosos animales, que se los veía como un apretado redil rodeado de fuegos fatuos.
-Así que tú también, señor, has visto y oído este espectáculo -dijo el árabe riendo tan alegremente como la reserva de su tribu lo permitía.
-¿Sabes entonces qué quieren los animales? -pregunté.
-Naturalmente, señor -dijo-, todos lo saben; desde que existen los árabes esta tijera vaga por el desierto, y viajará con nosotros hasta el fin de los tiempos. A todo europeo que pasa le es ofrecida la tijera para la gran obra; cada europeo es precisamente el que les parece el predestinado.
Estos animales tienen una esperanza insensata; están locos, locos de verdad. Por esta razón los queremos; son nuestros perros; más lindos que los de ustedes. Mira, reventó un camello esta noche, he dispuesto que lo traigan aquí.
Estos animales tienen una esperanza insensata; están locos, locos de verdad. Por esta razón los queremos; son nuestros perros; más lindos que los de ustedes. Mira, reventó un camello esta noche, he dispuesto que lo traigan aquí.
Cuatro portadores llegaron y arrojaron el pesado cadáver delante de nosotros. Apenas tendido en el suelo, ya los chacales alzaron sus voces.
Como irresistiblemente atraído por hilos, cada uno se acercó, arrastrando el vientre en la tierra, inseguro. Se habían olvidado de los árabes, habían olvidado el odio; la obliteradora presencia del cadáver reciamente exudante los hechizaba. Ya uno de ellos se colgaba del cuello y con el primer mordisco encontraba la arteria.
Como una pequeña bomba rabiosa que quiere apagar a cualquier precio y al mismo tiempo sin éxito un prepotente incendio, cada músculo de su cuerpo zamarreaba y palpitaba en su puesto. Y ya todos se apilaban en igual trabajo, formando como una montaña encima del cadáver.
Como irresistiblemente atraído por hilos, cada uno se acercó, arrastrando el vientre en la tierra, inseguro. Se habían olvidado de los árabes, habían olvidado el odio; la obliteradora presencia del cadáver reciamente exudante los hechizaba. Ya uno de ellos se colgaba del cuello y con el primer mordisco encontraba la arteria.
Como una pequeña bomba rabiosa que quiere apagar a cualquier precio y al mismo tiempo sin éxito un prepotente incendio, cada músculo de su cuerpo zamarreaba y palpitaba en su puesto. Y ya todos se apilaban en igual trabajo, formando como una montaña encima del cadáver.
En aquel momento el jefe restalló el severo látigo a diestra y siniestra. Los chacales alzaron la cabeza, a medias entre la borrachera y el desfallecimiento, vieron a los árabes ante ellos, sintieron el látigo en el hocico, dieron un salto atrás y corrieron un trecho a reculones.
Pero la sangre del camello formaba ya un charco, humeaba a lo alto, en muchos lugares el cuerpo estaba desgarrado. No pudieron resistir; otra vez estuvieron allí; otra vez el jefe alzó el látigo; yo retuve su brazo.
Pero la sangre del camello formaba ya un charco, humeaba a lo alto, en muchos lugares el cuerpo estaba desgarrado. No pudieron resistir; otra vez estuvieron allí; otra vez el jefe alzó el látigo; yo retuve su brazo.
-Tienes razón, señor -dijo-, dejémoslos en su oficio; por otra parte es tiempo de partir. Ya los has visto. Prodigiosos animales, ¿no es cierto? ¡Y cómo nos odian!
FIN
Chacales y árabes[Cuento: Texto completo]
Franz Kafka