Por un motivo puntual de trabajo me encuentro unas semanas en Quito, capital de Ecuador, conocida también como “La Florencia de América” por su riqueza artística de museos y templos, o también como “Luz de América” por haber sido cuna de las ideas libertarias que condujeron a la independencia de América.
De todos los ecuatorianos que estoy conociendo, hay algo realmente envidiable en ellos, y es su amabilidad, su cordialidad, y el estar siempre con una sonrisa en la cara, muchos deberíamos aprender de ellos.
Pero si hay una característica especial por la cual se le conoce a Quito, es por ser una ciudad de historias y leyendas.
El otro día en un restaurante, leí una de estas historias Quitenses escrita en un mantel, que transcribo y la resumiré todo lo que pueda:
Manuel de Almeida Capilla, ingresó con 17 años en la orden de Franciscanos, más que por devoción, por un desengaño amoroso. Pero el encierro y la oración, hicieron bien poco para vencer sus ímpetus juveniles.
Un compañero de convento, le conversó un día sobre sus evasiones nocturnas para ir a visitar a unas damiselas de la vida alegre, que se prestaban a compartir sus encantos con los buscadores de aventuras.
Una noche, con sus atuendos de sotanas, saltaron el muro del convento, y fueron a una fiesta concertada con una de las damiselas, que pretextando llegar a misa, se ponía en contacto con cualquiera de los frailes cuando pasaba el cepillo, para recoger limosnas durante la misa.
Al empujar la puerta de la casa de las divertidas jóvenes inmencionables que los esperaban, se sorprendieron al ver a un grupo de frailes franciscanos tomados de la mano con las señoritas, parece ser, que se les habían adelantado, pero aun así, la fiesta aquella noche fue larga.
Manuel Almeida se quedó fascinado con la aventura, y debido a su buen porte, el saber tocar la guitarra y su bien timbrada voz de tenor, logró conquistar los favores de las anfitrionas que se disputaban entre ellas, por colmarle de mimos. Y es así, como comenzaron sus escapadas del convento. Se convirtió en el promotor de las escapadas. Acabo haciendo sólo esas escapadas, ya que sus compañeros tenían miedo a ser descubiertos.
El cura coadjuntor del convento, sospechando de alguno de los desmanes de los miembros de la congregación, mandó elevar la altura de los muros del convento, para que ya no fuese fácil escaparse.
Manuel Almeida buscó la manera de de salir de su encierro, y la encontró saliendo por una ventana de la capilla, pero para alcanzarla, debía utilizar una escultura con un Cristo crucificado a manera de escalera, hasta alcanzar sus hombros y saltar hacia fuera del convento.
Cuenta la historia, que repitió tantas veces la aquella operación de escapatoria, que una noche, el Cristo, cansado de tener que soportar el cuerpo del novicio sobre sus hombros, abrió los labios y le dijo:
¡¡HASTA CUANDO, PADRE ALMEIDA!!
Sorprendido al escuchar que el Cristo le hablaba, con la rapidez de su ingenio, el joven atinó a responderle:
¡¡HASTA LA VUELTA, SEÑOR!!.
La historia se repitió a la noche siguiente, y cuenta la leyenda, que una madrugada en la que el padre Almeida se había extralimitado en tragos, se encontró con un funeral, y al preguntar a uno de los acompañantes quien era el difunto, este le contesto: ”Es el padre Almeida que llevamos a sepultar”.
También cuentan que esa fue la última vez Manuel Almeida se escapó del convento, y desde aquella, se convirtió en el más devoto de los novicios y inicio una carrera que llego hasta la santidad.
El convento de San Diego, aún se levanta hoy en el mismo lugar que se edificó. Lo que ha desaparecido es el diario en el que se dice que le padre Almeida escribió sus memorias.
“Muchas veces nos dejamos llevar por una vida que seguramente no es la que escogemos, todos estamos a tiempo de cambiar, da igual lo que hayas hecho en el pasado, lo mejor siempre esta por llegar, creo que nunca es tarde para hacerlo, y creo que para ello no tiene “porque aparecerse la Virgen” como le ocurrio al padre Almeida. Todo cambio empieza con un primer paso".
Un saludo a todos desde Quito, preciosa ciudad de gente entrañable.
Y ¡Hasta la vuelta, señor!
Jano