La visita del señor Testator [Cuento] Charles Dickens
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El señor Testator alquiló una serie de habitaciones en Lyons Inn, pero tenía un mobiliario muy escaso para su dormitorio y ninguno para su sala de estar. Había vivido en estas condiciones varios meses invernales y las habitaciones le resultaban muy desnudas y frías. Un día, pasada la medianoche, cuando estaba sentado escribiendo y le quedaba todavía mucho por escribir antes de acostarse, se dio cuenta de que no tenía carbón. Lo había abajo, pero nunca había ido al sótano; sin embargo, la llave del sótano estaba en la repisa de su chimenea y si bajaba y abría el sótano que le correspondía podía suponer que el carbón que en él hubiera sería el suyo. En cuanto a su lavandera, vivía entre las vagonetas de carbón y lo barqueros del Támesis, pues en aquella época había barqueros en el Támesis, en un desconocido agujero junto al río, en los callejones y senderos del otro lado del Strand. Por lo que se refiere a cualquier otra persona con la que pudiera encontrarse o le pudiera poner objeciones, Lyons Inn estaba llena de persona dormidas, borrachas, sensibleras, extravagantes, que apostaban, que meditaban sobre la manera de renovar o reducir una factura... todas ellas dormidas o despiertas pero preocupadas por sus propios asuntos. El señor Testator cogió con una mano el cubo del carbón; la vela y la llave con la otra. Descendió a las tristes cavernas subterráneas del Lyons Inn, desde donde los últimos vehículos de las calles resultaban estruendosos y todas las tuberías de la vecindad parecían tener el amén de Macbeth pegado a la garganta y estar tratando de escupirlo. Tras andar a tientas de aquí para allá entre las puertas bajas sin propósito alguno, el señor Testator llegó por fin a una puerta de candado oxidado en la que ajustaba su llave. Tras abrir la puerta con grandes problemas y mirar al interior, descubrió que no había carbón, sino un confuso montón de muebles. Alarmado por aquella intrusión en las propiedades de otra persona, cerró de nuevo la puerta, encontró su sotanillo, llenó el cubo y volvió a subir las escaleras. Pero los muebles que había visto pasaban corriendo incesantemente por la mente del señor Testator, como si se movieran sobre cojinetes, cuando a las cinco de la mañana, helado de frío, se dispuso a acostarse. Sobre todo deseaba una mesa para escribir, y el mueble que estaba al fondo del montón era precisamente un escritorio. Cuando por la mañana apareció su lavandera, salida de su madriguera, para hacerle el té, artificiosamente llevó la conversación al tema de los sotanillos y los muebles; pero resultó evidente que las dos ideas no se conectaron en la mente de la criada. Cuando ésta le dejó solo sentado ante el desayuno y pensando en los muebles, se acordó que el cerrojo estaba oxidado y dedujo de ello que los muebles debían estar almacenados en los sótanos desde hacía mucho tiempo... que quizá su propietario los había olvidado, o incluso había muerto. Tras pensar en ello varios días, durante los cuales no pudo obtener en Lyons Inn noticia alguna sobre los muebles, se desesperó y decidió tomar prestada la mesa. Lo hizo aquella misma noche. Y no tenía la mesa cuando decidió tomar prestado también un sillón; y todavía no lo tenía cuando pensó coger una librería, y luego un diván, y luego una alfombra grande y otra pequeña. Para entonces se había dado cuenta de que «se había aprovechado tanto de los muebles» que no podrían empeorar las cosas si los tomaba prestados todos. Y en consecuencia, lo hizo así y dejó cerrado el sotanillo. Siempre lo había cerrado tras cada visita. Había subido cada uno de los muebles en la oscuridad de la noche, y en el mejor de los casos se había sentido tan perverso como un ladrón de cadáveres. Todos los muebles estaban sucios y costrosos cuando los llevó a sus habitaciones, y tuvo que pulirlos, como si fuera un asesino culpable, mientras Londres dormía. El señor Testator vivió en sus habitaciones amuebladas dos o tres años, o más, y gradualmente se fue acostumbrando a la idea de que los muebles eran suyos. Era ésa una sensación que le resultaba conveniente hasta que de pronto, una noche a una hora tardía, escuchó unos pasos en las escaleras, y una mano que rozaba la puerta buscando el llamador, y luego una llamada profunda y solemne que actuó como un resorte en el sillón del señor Testator, lanzándolo fuera de él, pues con gran prontitud atendió a la llamada. El señor Testator se acercó a la puerta con una vela en la mano y encontró allí a un hombre muy pálido y alto; estaba un poco encorvado; sus hombros eran muy altos, el pecho muy estrecho y la nariz muy roja; un tipo verdaderamente cursi. Se envolvía en un raído y largo abrigo negro que por delante se cerraba con más agujas que botones, y oprimía bajo el brazo un paraguas sin mango, como si estuviera tocando una gaita. -Le ruego que me perdone, pero ¿puede usted informarme...? -empezó a decir, pero se detuvo; sus ojos se posaron en algún objeto de la habitación. -¿Si puedo informarle de qué? -preguntó el señor Testator observando alarmado aquella detención. -Le ruego que me perdone -prosiguió el desconocido-. Pero... no era ésta la pregunta que iba a hacerle... ¿no estoy viendo un pequeño mueble que me pertenece? El señor Testator había empezado a decir, tartamudeando, que no sabía, cuando el visitante se deslizó a su lado introduciéndose en la habitación. Una vez dentro, con unas maneras de duende que dejaron congelado hasta el tuétano al señor Testator, examinó primero el escritorio, y dijo: «mío», luego el sillón, del que dijo: «mío», luego la librería, y dijo: «mía»; luego dio la vuelta a una esquina de la alfombra y dijo: «¡mía!» En resumen, inspeccionó sucesivamente todos los muebles sacados del sotanillo afirmando que eran suyos. Hacia el final de la investigación, el señor Testator se dio cuenta de que estaba empapado de licor y que el licor era ginebra, pero la ginebra no le volvía inestable ni en su manera de hablar ni en su porte, sino que le añadía en ambos aspectos cierta rigidez. El señor Testator se encontraba en un estado terrible, pues (según redactó la historia) por primera vez se dio cuenta plenamente de las consecuencias posibles de lo que había hecho intrépida y descuidadamente. Después de que estuvieran un rato en pie mirándose el uno al otro, con voz temblorosa empezó a decir: -Señor, me doy cuenta de que le debo la explicación, compensación y restitución más completa. Los muebles serán suyos. Permítame rogarle que sin malos modos y sin siquiera una irritación natural por su parte, podríamos tener un poco... -...de algo para beber -le interrumpió el desconocido-. Estoy de acuerdo. El señor Testator había pensado decir «un poca de conversación tranquila», pero con gran alivio aceptó la enmienda. Sacó una garrafa de ginebra y estaba procurando conseguir agua caliente y azúcar cuando se dio cuenta de que el visitante se había bebido ya la mitad del contenido. Con el agua caliente y azúcar, la visita se bebió el resto antes de llevar una hora en la habitación según las campanas de la iglesia de Santa María del Strand; y durante el proceso susurraba frecuentemente para sí mismo: «¡mío! Cuando se acabó la ginebra y el señor Testator se preguntó lo que iba a suceder, el visitante se levantó y dijo con creciente rigidez: -Señor, ¿a qué hora de la mañana resultará conveniente? -¿A las diez? -se arriesgó a sugerir el señor Testator. A las diez entonces, señor, en ese momento estaré aquí -afirmó y luego se quedó un rato contemplando ociosamente al señor Testator, para añadir-: ¡qué Dios le bendiga! ¿Y cómo está su esposa? El señor Testator (que no se había casado nunca) respondió con gran sentimiento: -Con gran ansiedad, la pobre, pero bien en otros aspectos. Entonces el visitante se dio la vuelta y se marchó, cayéndose dos veces por las escaleras. Desde ese momento no volvió a saber de él. No supo si se había tratado de un fantasma, o de una ilusión espectral de la conciencia, o de un borracho que no tenía ninguna relación con el cuarto, o del dueño verdadero de los muebles, borracho, con una recuperación transitoria de la memoria; no supo si había llegado a salvo a casa, o no tenía casa alguna a la que ir; no supo si por el camino lo mató el licor, o si vivió en el licor para siempre; no volvió a saber nada de él. Ésta fue la historia, traspasada con los muebles y considerada auténtica por el que los recibió en una serie de habitaciones de la parte superior de la triste Lyons Inn.
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His nineteenth-century home in London, now preserved as a historic house museum.
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