En 1957 viajó Gabriel García Márquez durante varios meses a los países socialistas de Europa. Empezó por Alemania Oriental, pasó por Polonia y Checoslovaquia, visitó la URSS y terminó en Hungría.
El escritor colombiano lo contó en un libro titulado “De viaje por los países socialistas”, donde con humor colombiano, belleza de escritor y curiosidad de periodista describió la realidad que vivió.
En Alemania Oriental le exasperaron los controles, pero lo que dejó una impresión intensa fue la gente en un restaurante: “Yo nunca había visto tanto patetismo concentrado en el acto más simple de la vida cotidiana, el desayuno. Un centenar de hombres y mujeres de rostros afligidos, desarrapados, comiendo en abundancia papas y carne y huevos fritos entre un sordo rumor humano y en un salón lleno de humo”.
Berlín le pareció un laboratorio. De un lado, coches americanos, radios americanas, y anuncios de empresas norteamericanas, en una ciudad reconstruida sin gracia. Del otro, la avenida Stalin, la extensión socialista de la famosa Unter den Linden: “Ningún obrero en ninguna parte del mundo y por un precio irrisorio vive mejor que en la avenida Stalin. Pero contra los 11.000 privilegiados que allí viven, hay toda una masa amontonada en las buhardillas, que piensa —y lo dice francamente— que con lo que costaron las estatuas, los mármoles, el peluche y los espejos, habría alcanzado para reconstruir decorosamente la ciudad”.
Sometida a los dos sistemas económicos, García Márquez hizo una predicción acertadísima: “Dentro de cincuenta, cien años, cuando uno de los dos sistemas haya prevalecido sobre el otro, las dos Berlines serán una sola ciudad. Una monstruosa feria comercial hecha con las muestras gratis de los dos sistemas”.
García Márquez, muy influido por las ideas socialistas, se enfrentó a una realidad. “Para nosotros era incomprensible que el pueblo de Alemania Oriental se hubiera tomado el poder, los medios de producción, el comercio, la banca, las comunicaciones, y sin embargo fuera un pueblo triste, el pueblo más triste que yo había visto jamás”.
Las condiciones de la vida social y económica eran tan patéticas, que una noche, en un club de baile, un camarero alemán que había estado en un campo de concentración, le confesó lo siguiente: “En el campo de concentración comía mal pero era más feliz que aquí”.
En los países del este, excepto en Checoslovaquia, las mujeres se sentían avergonzadas por la calidad de sus trajes, de las medias, de los productos en general. “La industria de confecciones, sin el estímulo de la competencia, fabrica unos horribles vestidos de espantapájaros. Como no hay patrones, como nadie los despide, como no entienden qué significa el socialismo sin zapatos, los encargados del servicio se cruzan de brazos, mientras los clientes esperan y no les importa que hagan cola toda la tarde de un domingo para tomarse una limonada”.
Uno se podría rebelar con una huelga. Pero ese derecho no existía. “Dicen que es un disparate que estando el proletariado en el poder los proletarios hagan huelga para protestar contra si mismos. Es un sofisma”.
En Rusia, le sorprendió la calidad de los vagones: “Son los vagones más confortables de Europa. Cada compartimiento es un camarote íntimo con dos camas, un receptor de radio de un solo botón, una lámpara y un florero sobre la mesita de noche. Hay una sola clase. La mala calidad de las maletas, los bultos con cacharros y víveres, la ropa y el aspecto mismo de pobreza de la gente contrastaban de una manera notable con el lujo y la escrupulosa limpieza de los vagones”.
El autor colombiano se topó en Moscú con españoles, los niños españoles que salieron en la Guerra Civil, y que hablaban perfecto castellano. Le contaron que muchos regresaron a España, pero, al no conseguir trabajo, muchos volvieron a Moscú porque ganaban más dinero como obreros especializados, pero otros, hablaban de la era Stalin con temor.
Los moscovitas y en general los rusos le parecieron gente buena y amable. Rusia tenía el contraste de ser un país que necesitaba mano de obra, con una tecnología hiperdesarrollada como la de los aviones Tupolev, pero con gente malvestida y con pueblos miserables.
Como iba metido en esta ocasión en una delegación representando a su país, conoció los fastos de un Festival Internacional. Pero cuando se quedaba charlando con los intérpretes, quienes le preguntaban cómo veía Rusia, García Márquez no entendía la falta de libertad de expresión.
“Así como los aparatos de radio no tienen sino un solo botón, los periódicos —que son de propiedad del estado— tienen una sola onda: “Pravda”. El sentido de la noticia es rudimentario: sólo se publican los acontecimientos extranjeros muy importantes y en todo caso orientados y comentados. No se venden revistas ni periódicos del exterior, salvo algunos de los partidos comunistas europeos”.
Un día vio en un kiosco que sobresalían los ejemplares de Pravda con grandes titulares. García Márquez pensó que había estallado la guerra. Le tradujeron el titular: “Texto completo del informe sobre la agricultura”.
Otro día les anduvo explicando que en Occidente, los periódicos no eran del estado. Le añadió que se financiaban con la publicidad. Y puso este ejemplo de dos empresas que dicen que sus camisas son las mejores. Los rusos le preguntaron que si cuando la gente sabe que unas camisas son mejores que otras, ¿por qué le permiten seguir diciendo lo contrario?
García Márquez les comentó que eso no estaba prohibido, y los rusos se tronchaban de risa.
Los libros de Kafka, el autor que tanto influyó en el despertar literario de García Márquez, estaban prohibidos por su metafísica perniciosa.
El autor colombiano inquirió mucho sobre la vida en tiempos de Stalin, y hace un resumen muy sencillo: todos querían olvidarla. Para García Márquez, el estado estalinista era lo que describía Kafka en sus novelas. Monstruosamente grande y terrorífico.